Entramos al taxi calladas, sin nada que decir, después de tantos días de espera y de incertidumbre. Partíamos con pena, como fugitivas en la noche, antes de tiempo, dejando a medias el proyecto y con miedo por si nos impedían llegar al aeropuerto.
El coche bajaba por las empinadas calles del barrio alto de la ciudad de Sucre sorteando las calles cortadas por enormes camiones, que, con su corpulencia, lo decían todo sin decir nada.
Todo era silencio, dentro y fuera. Las calles vacías resultaban extrañas, apenas reconocibles. Solo los edificios emblemáticos lucían, con una blancura inusual, por última vez a nuestros apenados ojos.
En el largo trayecto hacia el aeropuerto, el taxista, alternaba calles conocidas con atajos, campo a través, entre oscuros árboles y terreros bacheados, solo visibles a su pericia de buen conocedor de la ciudad, que iba sorteando con soltura y cuidado para volver a salir de nuevo al asfalto.
La suave melodía que salía del aparato de radio, apenas un murmullo, se aliaba con la cálida temperatura del interior del vehículo y creaba una atmosfera fuera de tiempo y de lugar: íntima, casera, de cuarto de estudio en una noche de principios de verano, con una agradable brisa perfumada y tranquila entrando por el balcón cuando preparaba los exámenes finales en mis tiempos de estudiante: era cuando tenía toda la vida por vivir, muchos sueños por alcanzar y proyectos multicolores para hacerlos realidad en un tiempo no lejano.
Nadie hablaba, y si lo hacíamos era entre susurros, para no despertar a los vigilantes del bloqueo de la ciudad.
Este ambiente entre irreal y de ensoñación, se alteraba con la bajada automática de los vidrios de las ventanillas que activaba el chófer y dejaba pasar bocanadas de aire fresco y nos dejaba ver con más nitidez la hermosa ciudad envuelta en luces y sombras por última vez. Los cristales volvían a subir y el conductor hablaba en susurros con sus colegas sobre los nuevos bloqueos que iba encontrando.
La vida me había vivido de forma tan diferente a como la imaginaba cuando era estudiante…
Después de una hora de vueltas y recortes, llegamos ante una gran reja: el acceso al aeropuerto estaba cerrado. El taxista nos contó una historia inverosímil y nos invitó a bajar del coche porque él debía recoger a otros pasajeros.
De repente estábamos con las maletas en el suelo, arropadas por un inmenso manto de estrellas y la ciudad dormida más lejos que nunca. Los ojos poco a poco se adaptaron a la oscuridad y pudimos ver una larga fila de taxis parados, con sus ocupantes dormitando en el interior, que esperaban también para acceder a la terminal del aeropuerto.