La terraza
M. Ángeles Torró

Amanecía. Una suave brisa hacía revolotear los gastados visillos de la puerta corredera, puerta a través de la cual se accedía a la terraza cuyas paredes laterales estaban cubiertas por macetas con geranios. En un rincón, junto a la puerta, una pequeña mesa de madera desconchada y dos sillas de camping listadas de blanco sucio y azul desteñido. Arrimado a la mesa  un parasol que en sus tiempos debió de ser verde. Adosada a la pared contraria una bicicleta, una bombona de butano y unas zapatillas de deporte. De pared a pared se extendían las cuerdas del tendedero plagadas de pinzas. El sol todavía no se asomaba por encima de los terrados vecinos poblados de viejas antenas.

 Juana la Larga, recogió los visillos para que el atisbo de frescura mañanera penetrara en el piso. Después salió a la terraza y aspiró con fuerza el airecillo. Separó brazos y piernas para que el aire se colara a través del camisón. Era alta y enjuta pero con una  poderosa delantera antaño inhiesta y provocadora y  que ahora caía derrotada sobre su estómago bamboleándose a cada paso que daba. Llevaba el pelo corto, alborotado y teñido de un color pajizo desmayado con amplias raíces blancas. Se acercó hasta la barandilla y contempló la calle todavía desierta a aquellas horas. Después de unos minutos de observación silenciosa del archiconocido paisaje entró en la casa. Al poco regresó con la regadera llena de agua. Los geranios eran su pasión, su alegría. Los cuidaba con esmero y paciencia. Depositó la regadera en el suelo y comenzó a arrancar las hojas y las flores secas:

—Pobrecitas; estos calores os van a matar. Con lo a gustito que estáis ahora con este fresquito después de la noche tan bochornosa que hemos pasado. No he podido pegar ojo hasta eso de las cuatro. Y es que con Manolo es imposible. Toda la noche con su barrigón pegado a mi espalda y los ronquidos y los pedos… bueno, que os voy a contar que no sepáis. Este duerme así se encuentre tendido sobre una mata de cardos y yo suda que te suda en un extremo de la cama intentando despegarme de esa mole blanda y viscosa. ¡Ay señor! ¡Qué cruz! Si hubiera sabido que la Mari no vendría a dormir me hubiera ido a su cuarto. Porque esta es otra: la Mari no ha venido y ya no sé cuántas veces van. Seguro que ha pasado la noche con el novio ese que se ha echado… el Iván ese de los cojones ¡Menudo perla! Un bueno para nada.  Si no fuera por lo que yo me sé. Si no fuera por el dichoso dinero a buenas horas le consentía yo… pero esta es capaz de largarse y ya me explicareis que hacemos entonces… y el calzonazos de su padre ni mu. Quien le ha visto y quién le ve. Con lo que ha sido él para estas cosas pero ahora al muy cabrón le interesa mirar para otro lado. Lo que yo te digo. Pues busca tú un trabajo hijo de… Se acabó el paro y ahora a tocarse los cojones. Que no encuentras. ¿Cómo vas a encontrar si no buscas? Y aquí la menda fregando en casa ajena que una ya no tiene edad. Juana: no te pongas así de buena mañana. Ya no corre el aire. En cuanto aparece el sol se acabó. Os voy a regar hijas, bien regaditas para que no paséis sed.

Después de empapar las macetas entró de nuevo en el piso.

 Daban las ocho en el reloj del comedor cuando Juana, mientras abría la puerta del piso, gritó:

—¡Me voy!

Nadie respondió.

A eso de las diez, Manolo, en calzoncillos y camiseta de tirantes, salía a la terraza con un tazón de café con leche aderezado con un buen chorreón de coñac en una mano y un paquete de cigarrillos en la otra. Se sentó en una de las sillas y bostezó. Como todas las mañanas, nada más sentarse el hombre, apareció Gato. Era este un minino que en teoría vivía en casa de Rafaela (la del sexto derecha) pero que se pasaba el día saltando de terraza en terraza. Parecía tener un horario determinado para cada terraza. A las diez tocaba la terraza de la Larga. Tenía sus intereses en ello. Se sentó en la ancha barandilla de cementó y miró a Manolo.

—¡Hola Gato! ¿Qué tal la noche? ¿Has mojado? Yo ni por esas. Que si hace demasiado calor, que si esta la puerta abierta y nos va a oír Lalo… Pues cierra la puerta. No, que me asfixio y me da la taquicardia. Excusas y más excusas. Y si nos oye Lalo ¿qué? Estoy en mi casa ¿no? Anda que ese paria se iba a asustar. Cualquier día me lío la manta a la cabeza y me voy con la Chonchi. Esta sí que sabe y se conforma con poco. Un trapillo de Ca Heredia, una botellita de ron…  Hay que ver lo que le gusta a la tía darle al ron y lo cachonda que la pone.  Tendré que ver si  Juana tiene algo de pasta escondida en el tarro de las lentejas. La muy puta ya no lo esconde donde las bragas ¡Como si yo no tuviera derecho a tener algo de posibles para mis cosas! Cuando trabajaba bien que se afanaba en pedirme el jornal. Ahora que yo también tenía mis escondites ¡No te jode! Suerte que  Mari se puso a trabajar en el súper. Pero, Lalo… ese no arranca. Claro: es el ojito derecho de mamá. Que si las cosas están muy difíciles, que si aún es joven y a su edad ya se sabe. A su edad yo ya llevaba años trabajando y aportando algo a la casa. ¡No te jode!

Encendió un cigarrillo y depositó la taza en el suelo. De un brinco Gato se plantó frente a la taza y con parsimonia comenzó a lamer los restos del café con leche.

—Te gusta ¿eh?  Hay que ver: un gato al que le gusta el carajillo. ¡Joder! Ya aprieta el muy cabrón. Hasta mañana, Gato. Ahora una duchita y a ver a la Chonchi. Me dijo que hoy su marido tiene turno de mañana.

Le guiñó un ojo a Gato y entró en la casa. A eso de las once salía del piso. 

Eran cerca de las doce cuando Lalo salió a la terraza. Tropezó con la taza que rodó por el suelo hasta estrellarse contra la bombona de butano.

—¡Me cago en!

El sol ya daba de lleno en la terraza. Las baldosas comenzaban a recalentarse. Lalo abrió el parasol y se sentó a su sombra. De un bolsillo del pantalón de deporte sacó una cajetilla de tabaco y de ella extrajo un porro que prendió y luego aspiró con deleite. Siempre se echaba sus canutos en la terraza aunque no hubiera nadie en la casa. Estaba seguro de que su madre tenía olfato de perro perdiguero. Se despojó de la camiseta y la arrojó sobre la mesita. Tenía un cuerpo trabajado a conciencia en el gimnasio de Caco. Caco: de Caco Senante, según algunos (algo se le parecía) y de “macaco” según la mayoría. Caco cultivaba con esmero los cuerpos juveniles que, a cambio de maría  o de otros chutes más poderosos, se dejaban sodomizar en el aseo de su establecimiento.

Gato se acercó para tenderse a la sombra del parasol. Lalo le arreó una patada que hizo que el minino se alejara como alma que lleva el diablo. De un salto se plantó sobre la barandilla y emprendió el camino hacía otra terraza más acogedora.

El móvil de Lalo estaba sonando. El chico lo extrajo de su bolsillo y contestó:

—¡Hey brother!

—……..

—¡No jodas!

—……..

—Así que: clausurado. Pues menos mal que me avisas pues pensaba pasarme por allí esta tarde.

—…..

—Vaya con el Caco. Y dices que en su piso han requisado 500 plantas de maría. Menudo. Como se lo tenía montado el muy cabrón.

—…..

—Con el último estoy, chico. Para eso pensaba ir esta tarde. Y ahora… ¿Dónde…?

—…..

— ¿El Chapas? ¿Cuánto?

—…..

—¡Hostia!

—…

—¿Yo? Como tú: sin blanca.

—…..

—Pues claro que he rebuscado por la casa pero las muy putas creo que llevan el dinero cosido a las bragas.

—….

—Había quedado con Vane a eso de las nueve. Me da tiempo.

—….

—No. Por ahí no pasan más que pelaos. Mejor en el parque donde pasean las cacatúas. Esas son fáciles. Un buen tirón y ya está.

—…..

—A las ocho mejor. Es a la hora a la que salen a tomar el fresco.

—…..

—La Vane que espere.

—…..

—Okey. Entonces a las siete y media en la parada del 10.

Y colgó.

El sol seguía su camino sin contemplaciones de ningún tipo. Lalo se levantó, entró en la casa, cerró la puerta corredera y, bajando la persiana, impidió que el astro despiadado irrumpiera en el comedor.

Las horas fueron pasando lentamente. El sol rebotaba en las blancas paredes de la terraza y se estrellaba contra las losas ardientes. Ni una brizna de aire agitaba las hojas de los geranios. Las zapatillas de deporte se cuarteaban y retorcían abandonadas a su suerte. Todas las ventanas de los edificios colindantes estaban cerradas y las persianas bajadas. Los pequeños pisos recalentados eran trampas mortales para sus sufridos habitantes empeñados en una lucha contra el sofocante calor del que salían invariablemente derrotados.

 A eso de las siete, el sol, harto ya de torturar a la humanidad, comenzaba a declinar  parsimoniosamente. Rojo encendido iba decayendo entre el bosque de viejas antenas y terrados dispuesto a recobrar fuerzas durante la noche para seguir torturando a los mortales durante la jornada siguiente.

La Larga subió la persiana, abrió la puerta y asomó la cabeza a la terraza. Acababa de darse una ducha al regresar de su larga jornada laboral. Llevaba otra vez puesto el camisón y se había liberado del sostén. Arrastrando  sus cansadas e hinchadas piernas se dirigió a la cocina. Poco después volvía a estar en la terraza con un cubo lleno de agua. Con la mano fue salpicando al suelo del que se desprendió un vapor caliente y pegajoso. En pocos segundos se había secado. Volvió a la cocina en busca de otro cubo y repitió la operación. Esta vez consiguió que algo de frescor se extendiera por la terraza. Abandonó el cubo en un rincón, plegó la sombrilla  y se desplomó en una de las sillas. Cerró los ojos.  Apoyó la cabeza contra el muro y se adormiló.

El acostumbrado portazo que daba su hija al entrar en casa la despertó.

—¡Mari! ¿Eres tú?

Silencio.

—¡Mariiiiii!

—Voy a ducharme.

Poco después aparecía su hija en la terraza secándose con una toalla su negra melena salpicada de mechas azules. Iba ataviada con un camisoncillo floreado. Su madre la observó y comentó:

—¡Hombre! En camisón ¿la señora piensa hoy dormir en casa?

—No empecemos, madre.

—No. Si yo no digo nada. Pero tanto va el cántaro a la fuente que…

—No seas antigua, madre.

—No, si tu Ariel, Ator o como se llame te tiene el seso sorbido ¡No ves que no vas a ninguna parte con ese tarambana! Ayer mismo me comentó la Engracia que le había visto en…

Su hija la interrumpió:

—Me importa una mierda lo que te haya dicho la Engracia o cualquier otro. No te metas conmigo. Es mi vida y hago lo que quiero. ¡Como si en esta casa no hicieran lo que quisieran todos!

—Todos no. Si yo te contara…

—No empieces con tu retahíla. Ya sé que eres una mártir, que a tu edad andar fregando casas, que padre… ¿Te crees mejor que los demás? ¿Eso es lo que crees? Cualquier día de estos me largo de esta puta casa. Ya verás entonces lo que es bueno cuando mi sueldo falte de aquí con ese par de hijos de puta. Por cierto: ¿Dónde andan?

—Tu padre en el bar, en Ca Paco. Hoy hay partido.

—O sea: borrachera a nuestra cuenta. ¿Y el otro?

—No sé. Habrá quedado con los amigos.

—O sea: botellón a nuestra cuenta ¡No te digo!

La Larga prefirió cambiar de tercio:

—¡Vaya calorina la de hoy! Y ni una triste tormenta que alivie un poco. Se me ponen las piernas como las de un elefante con este calor.

—Eso: cambia de tema. Sera mejor.

 Gato apareció por una esquina de la barandilla mientras una salamanquesa trepaba por la pared. Era la señal inequívoca de que la noche avanzaba sobre la ciudad. La Larga se levantó, y recogió el cubo:

—Anda hija: tiéndeme la lavadora que he puesto al llegar mientras yo preparo algo de cena.

Media hora después las dos mujeres cenaban en silencio en la terraza: un gazpacho fresquito, unos huevos fritos y una raja de sandía.

—No escupas las pepitas en el suelo, Mari. Es una guarrería.

Mari contempló con cierta ternura a su madre que a veces la regañaba todavía como a una cría. Recogió los cacharros y viendo que su madre se incorporaba la retuvo poniéndole una mano sobre un hombro.

—Déjalo. Ya los friego yo. Luego me acostaré. Estoy derrengada.

—Vale. Yo me quedo un rato aquí. Parece que refresca un poco.

Ya en la puerta de la terraza su hija le dijo:

—No los esperes mamá. No merece la pena.

Y desapareció en la penumbra del comedor. La Larga después de una larga espera que sabía inútil se decidió a abandonar la terraza  no sin antes decirle a Gato:

—Como vuelvas a dar una serenata como la de anoche te mato.

El gato, sentado en el pretil de la terraza se volvió despectivamente de espaldas y se puso a contemplar la redonda luna.

La Larga se dirigió ahora a los geranios:

—Mañana de mañanita os riego. Ahora estoy muy cansada.

Y salió de la terraza con paso lento, los hombros hundidos sobre el pecho.

La luna se hizo dueña y señora de aquella terraza donde unas deportivas permanecían abandonadas a su suerte y un gato contemplaba la luna. Amanecía. Una suave brisa hacía revolotear los desgastados visillos de la puerta corredera que daba a la terraza, esa terraza con geranios, una bicicleta, una bombona de butano, unas zapatillas de deporte y en uno de cuyos rincones había una mesa, dos sillas y un parasol. Esa terraza donde una mujer a la que apodaban la Larga se desperezaba con brazos y piernas abiertos para que el aire refrescara sus ajadas carnes. Otro día comenzaba, uno más.

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