Madres
Manuela Moriana Moles

Las emociones no son ni buenas ni malas;
solo son adaptativas o desadaptativas.
(Lo he leído en alguna parte)

Quince de febrero de 2015

La espera.

Clara y Javier entran por la puerta de urgencias del hospital materno infantil.

―Está decidido, lo sentimos, finalmente hemos dispuesto que no. Sé que debimos comunicarnos antes ―explica Javier por teléfono a la persona que está al otro lado―, sí, descuide, si hay algún cambio se lo haremos saber ―añade, antes de colgar.

 Clara permanece a su lado en silencio. Esperan finalmente que con el nacimiento del bebé, se establezca el vínculo afectivo que ninguno ha sentido durante el embarazo. No buscaban este hijo, pero cuando Clara quedó embarazada, esta pensó que se desarrollaría su instinto maternal.

 No ha sido así hasta ahora. De niña, no sentía ganas de jugar a ser mamá, y arrumbaba las muñecas lloronas que alguna que otra vez le regalaban. En la adolescencia supo que no sentía nada especial cuando nacía un primo nuevo y alguien lo acomodaba entre sus brazos creyendo contentarla. Deseaba que pronto le quitaran de encima a ese ser diminuto y frágil que no sabía cómo sujetar.

 Más adelante, se diría así misma, que su falta de empatía por los recién nacidos se debía a que no eran hijos gestados por ella.  Durante el embarazo, ha intentado con todas sus fuerzas encariñarse con quien ha estado creciendo en su interior. Nada, eso es lo que siente de amor, un absoluto y persistente “nada” que la hace sumirse en una profunda tristeza, la única emoción que su mente le permite.

No sabe si alegrarse de que Javier, aunque evite hablar sobre el tema, sienta lo mismo; eso la hace verse a sí misma algo menos despreciable, pero, por otro lado, condena al recién nacido a venir al mundo, en una familia incapaz de sentir amor por él.

«¿Qué pasará con su carrera, que a sus treinta años ve como empieza a despegar? ¿Qué puede hacer con su vida, para establecer otras prioridades que no desea?» se pregunta.

Una nueva pareja entra por la puerta de urgencias del hospital materno infantil. La mujer ya tiene contracciones. Clara los observa. ¡Parecen tan ilusionados! Intuye que ha sido un embarazo muy deseado. Ve sus caras felices y no puede evitar compararse con ellos.

―Avisa, Luis, que llamen al anestesista, quiero la epidural ―dice la recién llegada, con voz entrecortada; mientras se sujeta a la baranda de la cama, para aguantar una contracción que la sacude en ese momento.

Clara aún no siente contracciones, su parto es programado. Examina, en la sala de dilatación, a sus compañeras; mientras espera que le administren la oxitocina, esa hormona que influye en la creación del vínculo madre-hijo y que inicia el trabajo del parto.

Un rato más tarde, Tania y su madre entran en el hospital materno infantil por la puerta de urgencias. Tania llora, está asustada. Tiene contracciones y quince años de edad, según dice a la matrona que le pregunta por sus datos.

No viene ningún padre, es una de tantas adolescentes que se embaraza por accidente y decide continuar con la gestación. Clara admira esa valentía. Seguro que a pesar de su edad va a ser una buena madre. Hay que querer mucho al hijo está en camino, para decidir continuar con el embarazo, a pesar de todas las dificultades que se atisban en una madre adolescente. La futura abuela abraza a su hija. 

Es mortificante ver como todas las futuras mamás serán mejores que ella. Clara no puede soportar tanto amor a su alrededor, no puede mirarse así misma ni mirar a su marido. ¿Por qué ellos no pueden experimentar ese amor? ¿Qué falla en sus genes para no sentir nada por el propio hijo que viene a un hogar acomodado y sin problemas importantes? No merecen ser padres. Ella no es más que un cuerpo, que abraza un vientre fértil y un alma yerma, piensa mientras los ojos se le nublan por las lágrimas.

Media hora después de estar alimentando estos pensamientos, la matrona le anuncia que van a empezar a suministrarle el suero que iniciaría el parto. Clara asiente y se deja hacer.

***

El parto

Empiezan las contracciones, primero lejanas unas de otras, después cada vez con mayor frecuencia. Por fin rompe aguas y un médico aparece para inyectarle la anestesia que la librará de dolor. Casi prefiere sufrir, merece la condena bíblica de “parir con dolor”. Tiene que pagar de alguna forma, tiene que sentir, aunque lo que sienta sea sufrimiento. Eso es mejor que sentir la “nada”.

Dos horas más tarde, el bebé de Clara y Javier ha llegado al mundo. La matrona después de limpiarlo lo deja sobre la madre que permanece tumbada. Clara se retrotrae al pasado, cuando alguien acomodaba a un nuevo primito entre sus brazos y siente lo mismo. Javier que le ha dado la mano durante el parto, aún no ha cogido a su hijo.

Clara exclama:

―¡Javier, creo que debes volver a llamar y decirles que hemos cambiado de opinión!

Javier asiente, mirándose las puntas de sus caros zapatos negros. Le hormiguea todo el cuerpo.

***

Quince  de  febrero cuatro años más tarde.

La vida continúa

Clara acude al parque Sur de la ciudad. Se sienta, como casi todas las tardes, en el banco azul que hay frente a la fuente que preside el lugar. En el centro está la zona de columpios. El aire está impregnado de fragancias que anuncian que la primavera llegará pronto.

Marcos tiene cuatro años y acude a diario con su madre para deslizarse por los toboganes, es su columpio favorito. Se deja caer, mientras su mamá le pide que por favor se agarre a los lados, y lo espera al final del tobogán, para evitar que caiga al suelo. Lo alza, lo besa, los dos ríen y otra vez vuelta a empezar.

―Una vez más y nos vamos, me estás dejando agotada, además nos esperan papá y la abuela, para comer la tarta de cumpleaños ―grita la feliz madre al niño, mientras este vuelve a subir por las escaleras del columpio.

Clara los observa absorta mientras se toca su abultada tripa, en la que de vez en cuando recibe una patada que le hace dar un respingo.

El niño sale corriendo después de dejar el tobogán y choca con ella. Se parece mucho a Javier, igual de rubio y con los mismos ojos azules. Le sonríe. La madre se acerca y se disculpa, en ese momento la mira, y como es habitual en estos casos, sin mediar otra palabra, le pregunta:

―¿Para cuándo? ―Clara contesta que para ese mismo mes.

―Igual que mi Marcos. Bueno, encantada, tenemos que irnos, hoy es su cumpleaños. Te deseo mucha suerte con tu parto.

Clara se queda un rato más en el banco, se siente abrumada. Lleva más de un año visitando ese parque y nunca había estado tan cerca de Marcos. Va para expiar su culpa, la misma que la llevó a divorciarse poco después de dar a luz. Ahora con una nueva pareja y un hijo en camino, ha dejado de sentir la “nada” No sabe por qué, pero todo es diferente. No cree en el destino, aunque hay muchas personas que piensan que las cosas ocurren por algo. Quizás ese niño que hoy cumple cuatro años, tenía que crecer dentro de ella, pero nunca fue suyo. Quizás el nombre de su madre estaba escrito y no era “Clara”.

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