Un día más asoma la luna por detrás del edificio verde. Hoy lo hace un minuto antes que ayer, y en su plenitud luce un aspecto níveo que casi daña los ojos.
La ubicación de la ventana de mi habitación, en un extremo de la herradura que forma el edificio hospitalario, es privilegiada; si miro a la izquierda puedo ver montañas, pequeños pueblos y, a esta hora, la lucha de poder entre la enigmática Selene y el astro Sol, derrotado por el cansancio acumulado durante el periodo estival.
En el fondo de la herradura, que no es curvo sino rectilíneo, hay una enorme sala, justo encima de la cafetería. En su interior conviven pocos elementos: un futbolín de los antiguos, de los de toda la vida; una mesa de ping-pong y un enorme banco –no distingo si es de madera o metálico– donde casi nunca se sienta nadie. El otro día, por la mañana, dos jóvenes en pijama jugaban al futbolín mientras una chica los observaba sentada en el banco, y una señora paseaba hablando por teléfono. Creo que es un espacio desaprovechado: lo habitual es que esté vacía.
Cuando miro a las ventanas de enfrente, justo al lado opuesto de la herradura, trato de imaginar quiénes son las personas que están tras los cristales, cuáles son sus dolencias, qué edad tienen, a qué se dedican, cuánto tiempo llevan hospitalizadas, qué relación tiene cada uno con la persona que les acompaña, cuáles son sus miedos y sus esperanzas… es como si cada cristalera permitiera sólo un acceso restringido a la vida interrumpida de cada uno de esos individuos para salvaguardar su intimidad. Veo sus siluetas, los progresos en sus movimientos, los objetos depositados en el alféizar de sus ventanas, y quiero ver más, saber más.
El chico joven de la cuarta planta pasa mucho tiempo con su móvil; unas veces habla, otras escribe y otras, sospecho que se entretiene con algún juego instalado en el aparato. Ayer se debió enfadar mucho porque tiró con rabia el teléfono sobre la cama. Después estuvo un rato en pie, inmóvil, como mirando su interior a través del cristal de la ventana. ¿Le habrán dado una mala noticia?
El hombre calvo del piso tercero, anda continuamente de un lado a otro de la habitación, como si buscara la salida. Quizás su situación actual le haya conducido a una laberíntica encrucijada de la que no sabe cómo salir. Tal vez teme por la evolución de su empresa, o por la permanencia en su trabajo, por el bienestar de su familia, incluso, ¿por qué no?, por él mismo. Me pregunto si este tiempo constituirá sólo un paréntesis en su vida, o si, por el contrario, tendrá consecuencias que trunquen sus expectativas.
Me intriga la mujer de la quinta. Creo que es más joven de lo que yo puedo percibir a esta distancia, pero siempre parece descuidada: no se peina y parece desaliñada, como si todo le diera igual. Lo primero que se ve en su ventana es una enorme e inacabable caja de pañuelos de la que se va surtiendo a lo largo del día. Cuando al anochecer baja la persiana, me pregunto si seguirá llorando durante la noche. También me sorprende la soledad que acompaña a su llanto silencioso. He pensado que quizá tenga hijos pequeños y que la familia haya priorizado la atención a los niños.
Al principio pensé que la habitación ubicada en la sexta planta, en la misma línea, estaba vacía. Me equivocaba. En realidad está ocupada por un anciano que sólo se pone en pie a primera hora de la mañana, mientras le arreglan la cama y lo asean. El resto del tiempo lo pasa acostado, continuamente vigilado por una mujer bastante gruesa, con aspecto de campesina, que no para de componerle la ropa de la cama, de palparle la frente y las muñecas, de atusarle el pelo… en fin, un latazo de señora. Lo imagino haciéndose el dormido para zafarse, aunque sea por un rato de sus solícitos cuidados. A esta hora, cuando cesan los ruidos de carros por el pasillo, cuando la oscuridad y el silencio imponen su presencia, mis vecinos bajan sus persianas. Yo la dejo subida y miro de cara a la noche, a veces con actitud desafiante, retándola a reencontrarme con ella al día siguiente a la misma hora. Después me digo a mí misma: «mañana volverá a calentar el sol. Es verano».