En femenino
Cristina Garrido

Ella intentó hacer de mí una mujer de provecho. Lo intentó con todas sus ganas y mucho empeño.

Lo intentó por las buenas, con frases manidas, añejas y coreadas hasta la saciedad por su madre; y la madre de la madre de mi madre; y por la madre de ésta; y todas las madres anteriores a ella, si tiras para atrás, desde el principio de los tiempos. “Una mujer no sale hasta que no arregla su casa, y luego se arregla ella. Ya estás sacando brillo con el Politus al mueble. ¡Y arréglate esos pelos antes de quedar con tus amigos!”.

¡Ah, el mueble! El mueble del salón me esperaba, solitario y tan triste como yo, en la habitación que se reservaba a las visitas que nunca vinieron. Era inmenso. Recibía su ración de abrillantador y volvía a la penumbra semana tras semana. No creo que aquel ritual se saltara ningún sábado de mi vida: yo abría el balcón, ventilaba, y le pasaba el paño que lo dejaba tan impecable como ya estaba, pero un poco más pringoso, antes de volver a cerrar los postigos para que el sol no lo desluciera.

Aún hoy, cuando paso por los contenedores de basura y veo los restos de algún aparador o vitrina de aquellos años (¡quedan, sí que quedan!), se me acerca traicionero a la nariz el olor del líquido interminable de mi juventud. ¿Olvidaré alguna vez ese olor? A la edad que tengo… Politus.

Ella intentó también enseñarme las artes indiscutibles del corte y la confección relacionadas directamente con la visión pragmática de que estos menesteres “son de mucha utilidad para la mujer de un pobre”. O sea, yo.

Tardes interminables aprendiendo costura que resultaron estériles. Un cuello camisero, la manga ranglán, la falda al bies. A excepción de los nombres, dudo mucho que pudiera identificar alguno de esos conceptos. Aparecen como un soniquete que martillea mi cabeza cuando desbarato percheros en las rebajas. Un cuello camisero, la manga ranglán, la falda al bies. Un cuello… la manga… la falda al bies. Todo el rato. Anula la musiquita del centro comercial y la voz de los dependientes. Yo, en mi mundo ahora y entonces. Ella, entonces, cortando en la mesa camilla un cuello, la manga o la falda,  mientras me explicaba despacio el manejo de la tijera.

Imposible. Dejé de intentarlo hace muchos años. Ni tijeras, ni dedales, ni agujas aumentaron mi patrimonio femenino. Las bobinas de hilos de colores mueren enredadas en la caja de costura que ella me preparó amantísima cuando volé de casa. El único mérito que tiene esa caja de lata es sobrevivir a mis mudanzas. Sí, es meritorio, el resto del ajuar que me regaló ya no viaja conmigo.

Intentó hacer de mí una mujer de provecho. Puso todo su saber y su empeño en ello. Hay que reconocerle el mérito. No lo consiguió. Dejo la casa sin limpiar si me apetece salir a la calle. Y nunca fui una buena mujer para el pobre que tuve de marido durante veinte años. Ella lo intentó con todas sus fuerzas. Igual por eso de vez en cuando me pica la culpa. Como la roncha de un mosquito benévolo en verano. Un poco, poco rato. Pero me pica.

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