En el barrio todo era rojo, las cortezas de los árboles, las hojas de los almendros, los edificios… hasta las rodillas de los niños. Incluso las sabanas limpias percudían de rojo, un rojo que impregnaba los blancos hilos, ya desde que salían aclarados del pilar del lavadero.
Las casas se encalaban en marzo y volvían a su rojo natural en abril. Allí lo natural era rojo. Era un pueblo rojo, lleno de fuego y polvo rojo. Cuando se estornudaba el moco era rojo y siempre rojo. La sangre seca de las costras en las rodillas de los niños se confundía a veces con sus churretes. Cuando alguno lloraba, dos surcos blanquecinos asomaban en las rojizas caras. La escuela era roja, completamente colorada, y a diario, había que quitar el polvo rojo de las ventanas y las pizarras.
En las tardes el camión de riego pasaba por la barriada enrojeciendo más aún el suelo, que relucía mojado y formaba charcos carmesís. Las camisas eran rojas siempre, no hacía falta más que descolgarlas del alambre. Rojo y algo de blanco con escaso verde, eran los colores del barrio. Los mineros al salir del turno eran rojos, todos iguales, solo cuando se teñía de rojo el agua de las tinas, antes de la cena, sus caras tenían rostro de persona. Al salir en tropel, daba lo mismo quién fuera quién. El porte al caminar y la voz inconfundible ponían nombre a cada criatura. En la distancia, parecían una santa compaña caminando como una única sombra roja recién salida de las entrañas de la tierra.
Aquellos hombres tenían roja el alma, tan roja como la capa de santa Bárbara en su capilla, como aquella sangre de la camisa del compañero, del himno minero que cantaban emocionados. La emoción roja y candente no era menos abrasadora que el fuego de san Antón y las brasas sobre los que asaban los chorizos picantes. Una emoción que resaltaba con el brillo de la luna roja.
Allí se jugaba al rojo, la tiza era blanca sobre rojo, rojas las butacas del cine de invierno y roja la pantalla del cine de verano. En junio alguien pasaba con la máquina y se compraba cal para las casas y se encalaba, repitiendo el ritual, pero los tejados seguían rojos y, en solo unos días, deslizaban lentamente su tono sobre las líneas verticales de las casas, de nuevo rojas. Todo volvía a su color natural.
La tierra envolvía con su manto rojo a los hombres y los hombres se hundían en el fuego rojo de sus entrañas. Eran apasionados, emotivos, llorones incluso. Eran hombres rojos, el fuego les abrasaba y solo las lágrimas les daban alivio.
La Tierra allí es profundamente roja, como una herida sangrante, ni marrón ni azul, ni blanca, como se ve desde el espacio, allí la Tierra es roja. Roja como el recuerdo apasionado de un beso en la roja butaca del cine. Como los pimientos del cantero, jugosos, tersos, alguno picante, pero suave, como el terciopelo rojo. Con rojo fuego se asaban en septiembre sobre los fogones de lata entre rojas ascuas. Algunos se ensartaban, uno a uno, para lucir como collares en los balcones. En noviembre relucían brillantes al sol rojo de mediodía. En un rojo distinto, jugoso y espejado, acartonado y brillante que no abrasaba tanto.
El rojo de las sandías de verano y del tomate de cantero, rojos acuosos y refrescantes, opuestos a la sequedad roja completa del viento de mi pueblo, al fuego del medio día estival en el desierto. Las cerezas de julio perdían tonalidad embalsamadas en el licor, mientras tornaban en guindas navideñas.
Las moras rojas del barranco con su jugo rojo y acuoso, explosivo, salpicaban el camino de los castaños. Más tarde serían las granadas al explosionar en el árbol las que alimentarían el averno a la espera de que solo el manto de la nieve devolviera y uniformara aquel pequeño lugar con el resto del Marquesado. Pero el color persistía en las faldas de las pastoras del portal de Belén y las bolas rojas del abeto de la plaza, junto a la iglesia. Al derretirse el invierno, todo volvía al rojizo tedio, espeso y duro, del polvo del hierro inhalado y exhalado en jadeantes jornadas. Las flores de los almendros en primavera contrastaban especialmente allí, como en una estampa oriental. Las fresas rojas de arriate, en abril, resaltaban sobre el rojizo terruño y disipadas entre las mullidas hojas, acolchadas y almohadilladas, pintaban un rojo distinto.
El sol rojizo se había instalado a vivir, en forma de mineral, en aquella inmensa oquedad artificial taladrada en la corteza terrestre, y lentamente se entregaba a las almas que vivían en aquel lugar. Hoy pueblo fantasma y apocalíptico en la misma medida. Solo las puestas de sol de otoño son comparables a respirar el sol pulverizado en la ganga que todo lo cubría y lo envolvía, como el rojo celofán de los paquetes de San Valentín.
Viví en un barrio rojo por fuera y rojo por dentro.
Hoy, desde otro barrio bien distinto, lo comparo con el rojo de la Alhambra. La colina Roja. El rojo de las baldosas de barro. El rojo de la cerámica de la fuente. El rojo de la falda de baile. El rojo de los labios de Andrea. El rojo de los labios de Jaime. El rojo del vestido oriental. El rojo del tejado y la teja. Con la tinta roja, la fresa, la cereza, la sandía, con el color de mis sueños de verano. Existen pueblos rojos, de un rojo como el de mis días rojos, de furia y rabia. Rojos de fuego y de frenesí. Rojos de otoño, como las hojas de abedul. La hoja roja es la que permanece en el árbol el tiempo suficiente, sin que el viento refrescante la arranque en su amarillear, y tiene tiempo de enrojecer en la rama, antes de precipitarse oscura al vacío. El rojo camina solo por mitad de la plaza. Lo sé porque, aunque parezca hoy muy lejano, viví en un pueblo rojo.