ALREDEDOR DE LA FOGATA: EL ARTE DEL CUENTO
Cristina Gálvez García

Imagino con fascinación las lejanas fogatas de nuestros antepasados, cuando en el círculo mágico del encuentro se desgranaban las historias que habían de convertirse luego en enseñanza, recuerdo, símbolo, entretenimiento o todo a la vez. Aquellas historias contadas a la luz del fuego o los candiles, en el útero de una tienda, en la cocina de una casa o bajo las estrellas, formaban parte de la vida al tiempo que la trenzaban con palabras. En los cuentos, lo humano y lo divino, lo real y lo mágico, se daban la mano. En los cuentos, ya lo sabemos, siempre cabe una verdad más amplia.

Los cuentos nos acompañan desde muy antiguo: primero lo hicieron de forma oral, sirviéndose del difícil arte de la voz y la presencia; luego, la palabra escrita irrumpió en escena y les regaló nuevas posibilidades, terrenos distintos en los que hacer valer su verdad de criaturas ficticias. Ambas formas de narrar han coexistido hasta hoy, y ambas nos llaman de formas distintas: si las historias que nuestras madres y abuelas contaban bajo las enaguas de la mesa camilla permanecen en nuestra memoria con la marca profunda de lo legendario, los cuentos que leemos —y que escribimos— siguen alimentando nuestro horizonte de posibilidades, de experiencias y de maneras de entender el mundo.

Un cuento, dice Flannery O’Connor, es una acción dramática completa, y una acción dramática completa es capaz de incluir un mundo entero, aunque del mismo solo alcancemos a atisbar una parte. El universo de un cuento no es menos completo que el de una novela; eso bien lo sabían Chéjov y Borges, que nunca vieron la necesidad de recurrir a esta última para expresar lo que querían. Se despliega de forma más elíptica, ciertamente, pero lo esencial siempre está presente.

El cuento es un fogonazo de vida, una instantánea. Nos llega como la imagen de alguien que se mueve tras los visillos de una ventana iluminada, que tiene su trabajo, sus preocupaciones, sus amores, sus problemas de dinero, sus esperanzas. De esa imagen fugaz, de ese gesto, podemos extraer toda una historia. El hallazgo de las historias se entrena con la mirada, con las buenas lecturas, con las personas y las conversaciones adecuadas. No hay que desesperar si al principio no vemos más que una sombra informe: si le damos el tiempo y la atención necesarios, la sombra se nos irá revelando en toda su plenitud.

Y es que un cuento es generoso: devuelve, no solo a quien lo escribe, sino también a quien lo lee, su poder creativo, la posibilidad de imaginar lo que ha quedado fuera del marco. La historia se extiende más allá de esa ventana, pero el cuento se escribe a partir de lo silenciado, de lo sugerido, y en esa labor el papel de quien lee es profundamente activo. Nuestra tarea como autores/as es hacer grato ese camino de reconstrucción: no tan arduo como para que resulte desalentador, pero no tan obvio como para que sea banal. Como todo —y también en palabras de O’Connor—, el arte es un hábito.

Al igual que nuestras madres y abuelas sabían modular la voz y seguir el hilo de sus historias, dejar fuera lo accesorio y poner énfasis en lo importante, quienes contamos esas mismas historias por escrito sabemos bien que mantener un hilo único y reconocible, proporcionar las pistas adecuadas (aunque sean para despistar a los incautos), dibujar bien los personajes y mantener la tensión es fundamental para darle vida a nuestro pequeño universo. Los gustos y el estilo pueden cambiar, pero el fin sigue siendo el mismo: devolverle la vida y el cuerpo a una realidad que a menudo hemos agrisado o, directamente, —hoy más que nunca— desmaterializado.

Más allá de toda literatura, las historias son innatas a la existencia humana: leerlas, escucharlas o rescatar el antiguo don de narrarlas es apelar a una forma más completa de estar en el mundo. Nuestro yo ultrafragmentado, acelerado y desmaterializado, encuentra en las mismas un bálsamo para su desconcierto, un tiempo detenido, un sentido. Los cuentos nos recuerdan que la imaginación es un patrimonio natural de la mente, por mucho que nos hayamos convencido de que es privilegio de unos pocos afortunados.

El cuento no quiere complejas teorías de pensamiento ni grandes alardes de técnica; tan solo necesita una voz clara, decidida a contar una historia, por pequeña que esta sea. Esa es la verdadera semilla de todo relato, y esa, por dormida que esté, existe siempre en nuestro interior. A fin de cuentas, todos somos contadores de historias.

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