Una vez robé una escultura. Bueno, entendamos “escultura” en el término más amplio; era un molde de silicona de una persona entera, que alguien había dejado en la bañera de un aseo en una galería de Neukölln.
Uno de mayo, fiesta del trabajo. Como todos los años, Berlín había entrado en paroxismo. Yo no sabía muy bien dónde estaba ni por qué; me habían llevado allí unos desconocidos y las circunstancias, con la promesa de cervezas gratis.
No recuerdo ninguna obra más, solo esa escultura, flotando como un pellejo en una bañera a medio llenar. Dejé la botella de cerveza en el suelo y la saqué, empapándome hasta los pelos del coño, sin pensar en cómo iba a explicar la mancha de humedad gigante en mi ropa. Pesaba mucho; la piel es el órgano más grande del cuerpo, y lo que estaba sacando era un epitelio entero, reproducido en silicona. Lo abracé como a un amigo y nos miramos al espejo.
Nos devolvió la mirada un rostro chupado y blanquecino, porque no tenía nada dentro, sin pelo, sin labios, sin ojos. Parecía bastante más vivo que yo. Miré sus cuencas vacías. Dicen que los ojos son el espejo del alma; deseé que no fuera cierto.
Había algo que estaba mal en mi rostro, algo tan elemental que no tenía palabras para ello. Había nacido con un cuerpo y a él le habían asignado un aparato de roles y palabras; llevaba un tiempo luchando contra lo último, no me había atrevido aún a asumir mi problema con lo primero.
Mi nuevo amigo era flexible, dócil. Se dejó plegar y meter en mi mochila, mientras apuraba la cerveza que había comprado en la inauguración. Alguien llamó a la puerta, me dio igual. Salí, con la mochila chorreando y ya bastante borracho. No me despedí de nadie.
Nací con cromosomas XX y un aparato reproductivo destinado a gestar. De ahí me asignaron un nombre, y con él vino todo lo demás. Mis amigas y compañeras hablaban con ilusión de sus pechos, yo me los vendaba hasta no poder respirar. Disimulaba mi voz aguda.
A partir de cierta edad, es imposible no darse cuenta de los mecanismos que hacen girar al mundo, funciones que obedecemos sin pensar, blindadas por el sectarismo y la costumbre. Miles de años atrás, alguien eligió un medio de producción en el que unas personas estaban por encima de otras, y a partir de ahí se generaron mitologías y usos de la crueldad. Y las herramientas somos nosotros, el intrincado lecho de Procrustes, hecho de brazos y piernas y ojos y lenguas y uñas y voces.
Me resultó imposible mirar las cosas y no rebelarme. No sé si llamarlo decencia o adscribirle un valor moral, quizá más bien coherencia. Nadie debería andar por la calle con miedo. Nadie debería ser considerado más o menos lógico, más o menos compasivo, por el cuerpo con el que nació. Ningún cuerpo debería ser objeto de violencias ni de control.
La mayor parte de la gente lo llama el puente de Warschauer; no tantos saben que su nombre oficial es Oberbaumbrücke. Al final de la larga serpiente de ladrillo, en una fachada, hay un mural enorme del artista Blu con una representación, quizá involuntaria, del Leviatán de Hobbes: una enorme figura humana, compuesta de innumerables cuerpos rosados, dispuesta a comerse a un individuo blanco en su mano. Sus ojos son dos discos sin expresión. Su boca, un hueco blanco.
Saqué a mi amigo de la mochila. Me dolían todas las articulaciones, de resaca, de sueño, de cansancio. Fuera de su bañera estaba perdido, vacío, un significante sin significado dentro. Como yo.
Enorgullécete de tu identidad de mujer, me dijeron, y lo intenté, de verdad que lo intenté. Se me hinchaba el pecho de orgullo al ver a mis amigas empoderarse, al poner el cuerpo, al luchar, paso a paso, por romper las cadenas. Pero eso no quitaba que, al aplicarme esa consigna, algo en mí deseara beber hasta perder el sentido, arrancarme los padrastros hasta el pulgar, tener ataques de ira explosiva. Destruirme a nivel celular, molecular, no haber nacido.
Nos apoyamos en la baranda de piedra que olía a pis, y eché la cabeza atrás, como mi amigo, como si yo tampoco tuviera vértebras. Con la sobriedad, me empezó a remorder la culpa de haber robado lo que, al fin y al cabo, era una obra de arte de una galería. Si me pillaban, podría caerme un puro.
Pensé en volver y dejarlo en la puerta, dobladito como una camisa, limpio de los residuos de la noche. Quizá incluso más tarde lo hiciera. El río estaba oscuro. A esa hora no pasaban cruceros, ni trasnochadores, ni ferries que fuesen a ninguna parte. A lo lejos, pasó el Ringbahn, una larga serpiente iluminada desde dentro, y el Molecule Man se alzaba negro contra un fondo aún más negro. Comenzó a clarear.