Mi querido abuelo
Alejandro Chacón

Todo lo que sé, todo lo que soy, lo aprendí de mi querido abuelo.

Desde que mi hermana Josephine y yo tenemos consciencia hemos jugado a los disparos en el viejo rancho, entre el barullo de las cigarras. Mi abuelo nos regaló una pistola de aire comprimido en cuanto tuvimos fuerza para sostenerla en nuestras tiernas manos.  Vivíamos alejados de la mano de Dios y aquel juego era lo que más nos entretenía. De vez en cuando descansábamos y nos poníamos a ver las viejas películas de la abuela, todas de indios y vaqueros, de donde sacábamos ideas para nuevas aventuras. Así desde pequeñas aprendimos a defendernos solas con nuestras armas de juguete amén de otras actividades como sembrar el maíz a tiempo o manejar una cosechadora.

Nunca veíamos a mi madre y mi padre había fallecido hacía tiempo, víctima de un atraco. Fueron sus padres, mis abuelos, los que nos acogieron y criaron. Aparte de ellos no conocíamos a mucha gente, no salíamos nunca del rancho, pero su amor y cariño eran más que suficientes. Algún familiar lejano venía de vez en cuando, siempre traían regalos, se quedaban por unos días y nos decían que tuviéramos cuidado mientras nos revolvían el pelo de la cabeza, que “las cosas estaban muy mal”. Pero de eso se ocupaba con creces mi abuelo, que nos enseñaba a estar listas para cualquier peligro, a disparar latas a 10 metros en divertidas competiciones contra mi hermana. Siempre ganaba yo y el orgullo se me salía de la sonrisa cuando mi abuelo me daba la galleta de premio. Me llamaba su “pequeña heroína” y siempre me decía lo mucho que me parecía a mi padre con los ojos vidriosos. Entonces yo me iba a dormir con un pajarillo en el corazón, creyendo que las cigarras cantaban para mí aquella noche.

 Mi abuelo, que aunque mayor era fuerte como un toro, era el encargado de ir al pueblo a comprar lo que nos hiciera falta. Siempre que se marchaba nos dirigía una mirada de preocupación y prometía estar de vuelta cuanto antes. Metía entonces la escopeta en la furgoneta y se alejaba levantando una polvareda a su paso. Eso es lo que pasó aquella vez, cuando yo tenía 12 años. Mi abuelo nos dejó y mi abuela se quedó en wel porche vigilando en su mecedora mientras Josephine y yo jugábamos en los alrededores con nuestras pistolas de juguete. Estábamos cerca de la verja de entrada usando unos silos de paja como barricadas cuando a lo lejos vimos una persona que se acercaba por el albero del camino. Tenía la piel negra como el betún e iba vestida con harapos sucios. Corrimos alarmadas hacia la casa donde mi abuela se había quedado dormida en la mecedora por culpa del güisqui de después de comer. Asustada se levantó y fue temblando hacia la cocina.

Pero yo fui más rápida. Mi abuelo me había dicho dónde guardaba la munición real, en la despensa, en una caja de zapatos junto con las medicinas y el dinero. Salí por la puerta principal en dirección al extraño mientras mi abuela gritaba de fondo. Toda mi vida había entrenado para un momento como aquel, sabía defenderme sola, era la pequeña heroína de la casa. La adrenalina se me agolpaba en las sienes cuando el hombre cruzó la verja y se dirigió hacia mí.

—¡Perdone! Mi familia y yo hemos tenido un acciden…— No le dejé acabar. Una rosa de sangre se abrió en su pecho cuando le disparé como a las latas de los entrenamientos, como los vaqueros disparan a los indios. El amor propio volvió a invadirme la sonrisa, mi abuelo estaría orgulloso de mí. Pero los gritos de dolor aquel hombre me sacaron de mis pensamientos. Me acerqué con cautela y vi en sus rasgos oscuros, que solo había visto en películas, el pánico de la muerte. Me quedé impasible mientras seguía gritando acompañando a las cigarras de los campos… hasta que solo se escucharon las cigarras. Todo lo que sé, todo lo que soy, lo aprendí de mi querido abuelo. Lo único que no me había enseñado era lo culpable que te sientes cuando arrebatas una vida.

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