Pandora
Bárbara Muñumer

Fue una noche de diciembre cuando te encontré. Al bajar aquellas escaleras mugrientas y atravesar las Puertas del Infierno, la oscuridad me nubló los sentidos momentáneamente. Quieta, muy quieta, sentí cómo un hedor intenso, palpable y viscoso se pegaba a mi piel.

Me fui acostumbrando a la tenue luz rojiza. Del techo caían cadenas que serpenteaban alrededor de las extremidades mutiladas de muñecas sacadas del averno de Hans Bellmer. De pronto, luces estroboscópicas laceraron mi vista. A mi izquierda se disponía una barra en la que tres ninfas vestidas de látex negro servían sus cálices a los sátiros que las requerían. En el centro, criaturas del fango se contorsionaban al ritmo de un ruido chirriante. Observé sus cuerpos cubiertos de escamas pegajosas. Saltaban, gritaban, chillaban, gruñían… ¿Acaso eran conscientes de sus movimientos? Cuando una de aquellas criaturas rozó mi brazo izquierdo, se me erizó la piel y una arcada me subió por la garganta. Aquel ser, entonces, giró las ascuas de su rostro hacia mí y me sonrió con una mueca torcida de la que asomó una lengua bífida.

Quise apartarme de aquello y me dirigí a la barra. No había reparado en ti hasta entonces. ¿Acaso eras un fruto surgido de la Nada? Un lirio blanco decoraba esa cascada azabache que te bajaba hasta la cintura. Y tus ojos, tus ojos eran un par de cruces negras clavadas en los míos. Pandora, pensé al instante. Sí, te bauticé justo en el momento en que te vi por primera vez, pues nunca quise saber tu nombre, aunque te quedarías grabada a fuego en mi piel. Parecías tímida. Eso me incendió. En silencio, te cogí de la mano, tan fría como el hielo, y nos escurrimos hasta una zona aún más profunda. Observé tus caderas moverse suavemente al andar. Bajamos unas escaleras y abrí una puerta negra de hierro. Al traspasarla, las hojas de una palmera acariciaron mi rostro. Nos habíamos introducido en la Selva Oscura.  

Allí inspiré un aroma exquisito, ¿recuerdas que te lo comenté, Pandora? Olía a almizcle hasta tal punto que se podía paladear. Las plantas eran de colores infinitos. Algunas de ellas semejaban girasoles fosforescentes. ¿Tal vez encaminaban a lo divino? Otras eran tan altas como árboles frutales, colmadas de flores que se abrían igual que las colas de los pavos reales, mostrando todos los colores del arco iris, e, incluso, algunos que yo nunca había visto y no puedo describir con este lenguaje pobre del que dispone el humano. Una de ellas, junto a mis pies, se parecía a tus labios carnosos. Los troncos de las palmeras eran transparentes, de cristal bermejo iluminado por dentro. Todas ellas eran plantas nocturnas que, entrelazadas, reflejaban aquellos fulgores iridiscentes que lo bañaban todo. Atravesamos una cortina de miles de campanillas estrelladas como cascadas de oro, hasta llegar a un lugar colmado de árboles frutales y rodeado por un pequeño riachuelo escondido cual serpiente dormida entre la maleza.

Miré hacia arriba. En aquel paraje frondoso no podía ver ni el cielo ni las estrellas. Pero, ¿qué importaba? ¿No había también en la oscuridad de la selva maravillosas constelaciones de flores brillantes? Y estas sí se podían tocar, oler y probar.  Estaba dentro de tu jardín de Hespérides, Pandora. Recuerdo que te sentaste a mi lado, bajo el negro manzano del centro. Entonces, habiendo apoyado tu cabeza entre mis piernas, me dijiste que tenías sed, ¿te acuerdas? También yo sentía lo mismo. Sed, mucha sed. Así, nos acercamos al murmullo del riachuelo. Observé las pompas que se formaban en torno a la superficie, y pensé en la transitoriedad que existe entre el agua y el aire. El viento hace bailar el agua y juega con esas burbujas, que nada saben del sufrimiento. Justamente, esa fragilidad las protege, pues no conocen del mundo nada más que su perfección transparente. Y, después, la ausencia repentina, sin herida. Eso ocurre porque las burbujas no tienen memoria. No se les puede exigir nada. Se borran como si nunca hubieran existido y después volverán en un continuo eterno retorno…

Pandora, me sacaste de mis reflexiones dándome de beber con tus manos. Sin embargo, la sed no se calmaba, pues, por alguna razón, sentíamos mucha más cuanto más bebíamos. Miramos a nuestro alrededor: los frutos brotaban por doquier: granadas, higos, papayas, uvas, fresas… En el centro, el gran manzano despedía un perfume embriagante. A sus pies se retorcía un rosal espinoso. Extasiadas por aquel aroma nos miramos y me sonreíste mientras mojabas tus manos en el riachuelo. Observé el agua con más detenimiento y vi que de él manaba la vida: había moluscos en el fondo y pequeños lagartos con algunos sapos que se arrastraban por el fango. Un par de ranas se apareaban bajo la hoja de una palmera. Entonces, te levantaste y vi cómo dudabas qué fruta escoger. Te vi acercarte a la palmera, oler las granadas, acariciaste los racimos de uvas… Al fin, fuiste hacia el manzano y arrancaste varias manzanas rojas que posaste sobre tu falda, levantándola levemente y mostrando tu piel nacarada. Observé a tus pies una manzana podrida en el suelo, casi ya sepultada por la maleza, que pisaste sin darte cuenta cuando viniste hacia mí.

Volví a encontrarme con tu mirada. Tu sonrisa se pronunció más. No sé por qué, pero ahí sentí una sensación de vértigo. Te acercaste a mí poco a poco. Ahora podía olerte. También tú despedías el mismo aroma que aquel manzano. Exactamente el mismo. Te quité aquel lirio inmaculado del pelo y lo arrojé al fango del riachuelo, en el que se hundió sin dejar rastro. Me ofreciste aquella fruta. La cogí. Su textura era muy suave, su aroma, potentemente seductor: fragante, terso y meloso. No hubiera podido decir si había pasado mucho tiempo o poco, debido al hechizo de aquel perfume. Acerqué mis labios a su piel y la mordí. A bocados, a mordiscos y, después, a dentelladas. Un estremecimiento recorrió tu cuerpo cuando lo saboreaste. De la carne del fruto manaban lacerantes gotas rojas que se fundían con nuestras bocas. Yo acerqué mi nariz a su abertura, pentágono enmarcado por cinco puntas, e introduje mi dedo corazón izquierdo. Perdí la noción del tiempo y también tú, Pandora, te desbocaste junto a mí. Ese fruto tenía un gusto doble: cada bocado que tragaba era una dulce aguja que me arañaba por dentro las entrañas. Cuando terminamos, sentí el aire tan pesado como planchas de hierro. Te observé, exhausta sobre el fango del riachuelo. Tus labios estaban manchados con la sangre de la manzana. Me sonreíste. Te besé para conservar el último sabor del fruto amargo del Paraíso. Como si nunca hubieras existido, te dejé allí dormida, mientras yo subía de nuevo al Infierno.

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