Hace unos meses una amiga me regaló un curioso reloj. En la esfera tiene pintados, coincidientes con las horas, doce pájaros. Así, se suceden: el cárabo, el pinzón, el cuco, el carbonero, el tordo, la lechuza, el reyezuelo, el mirlo, el herrerillo, el ruiseñor y el petirrojo. Llegada su hora emiten sus trinos. Me gustó el caprichoso reloj y lo instalé en mi estudio. Me acostumbré a que el ruiseñor marcase la hora de mi gin-tonic o que el mirlo me recordase que tenía una cita poco después de que sus gorjeos aflautados resonasen en mi estudio.
Suelo recibir a mis amigos en esa estancia pues es donde nos sentimos más a gusto y donde charlamos de nuestros proyectos sentados frente al gran ventanal que da al jardín. Al principio, más de uno se sobresaltó al escuchar a su espalda un inesperado trino. Con el tiempo hemos terminado por citarnos de una forma inusual: “Vendré a la del ruiseñor”, “Te espero cuando el cuco”…
Una noche me desperté empapado en sudor. Había tenido una extraña pesadilla. Unos pájaros me secuestraban y me tenían retenido en una cueva. Estaban siempre acechantes en la salida y cada vez que intentaba fugarme me atacaban a picotazos. Me levanté para ir a por un vaso de agua. Camino de la cocina escuché unos raros sonidos provenientes de mi estudio; se trataba de unos quedos murmullos, de unos bisbiseos. Creí que alguien había entrado en la casa con malas intenciones así es que armado de un cuchillo que cogí en la cocina me dirigí de puntillas a mi estudio. Tembloroso, puse la mano en el pomo y abrí muy despacio para sorprender a los intrusos. Cesaron los murmullos pero ahora se escuchaba un revuelo de aleteos. Encendí la luz. No había nadie y todo estaba en su sitio. Sería cosa de mi excitación por la pesadilla que había tenido. Más tranquilo me volví a la cama dispuesto a conciliar el sueño. Me había desvelado. Volví a levantarme dispuesto a tomarme una taza de tila. Ya en el pasillo otra vez llegaron hasta mis oídos los murmullos. Traté de convencerme de que eran imaginaciones mías, sin embargo, no me dirigí hacía la cocina si no hacía el estudio. Esta vez opté por mirar por el ojo de la cerradura antes de entrar. Me quede pasmado con lo que vi.
Sobre mi mesa de trabajo se habían congregado los pájaros del reloj formando un círculo en cuyo centro se encontraba la lechuza. Esta, con voz grave y parsimoniosa, les estaba contando lo que parecía una historia. Entreabrí la puerta sin hacer ruido y permanecí agazapado en el pasillo aguzando el oído:
“Como os iba diciendo, esa noche levanté el vuelo en absoluto silencio tal como aprendí de mis antepasados, dispuesto a iniciar mi cacería. Como un blanco fantasma recorrí el bosque sin éxito. Decidido a no volver a mi escondrijo de vacío me alejé del bosque y atravesé la pradera. Después de recorrer muchas leguas divisé una cabaña y decidí descansar durante un rato posado sobre el tejadillo de la chimenea. Llevaba escaso tiempo allí encaramado cuando vi acercarse un coche que se detuvo frente a la puerta de la cabaña. Un hombre bajó y extrajo de la guantera un manojo de llaves con las que abrió los tres candados que abrazaban la gruesa reja que antecedía a la puerta. Con otra enorme llave abrió la puerta que chirrió a su paso y que se apresuró a cerrar tras de sí. La cabaña carecía de ventanas pero pude ver a través de la chimenea que una luz se encendía en su interior. Agucé mi fino oído. Una voz destemplada gritó:
—Levanta holgazán. Otra vez durmiendo en vez de estar trabajando. Veras tú lo que es bueno.
Se escuchó lo que parecía el crujir de un somier y otra voz dijo:
—Por Dios, no me pegues. Te prometo que lo he intentado pero no me sale. Estoy agotado de tanto pensar sin encontrar una solución.
—Veras como a hostias vas a encontrar una solución.
Escuché entonces una serie de golpes seguidos de tremendos lamentos. Al cabo, oí otra vez la voz del hombre que había llegado en el coche:
—¿Sigo o te pones a escribir?
Pensé que quizás quería que escribiese una carta para suplicar que pagaran el rescate dado que, evidentemente, el hombre encerrado en la cabaña debía de estar secuestrado. Pero me equivocaba. A continuación se produjo esta desconcertante conversación:
—El crimen es tan perfecto que no encuentro el modo de que el detective descubra al asesino—dijo el hombre que había recibido la paliza.
—Eso no me atañe —contestó su agresor— Tienes que encontrar el modo y no es cuestión a estas alturas de volver a cometer el asesinato de un modo menos perfecto. Sería una pérdida de tiempo.
—Mira la cantidad de folios que llevo escritos. ¿Y si dejáramos por esta vez el crimen sin resolver? Sería una novedad.
—Ni hablar. Mis lectores están acostumbrados a que el inspector Gallardo resuelva todos los crímenes por enrevesados que sean. No me perdonarían que se le escapase un asesino.
—Pues tendré que volver a empezar y esto llevara un tiempo.
—¿Me estas tomando el pelo? La novela tiene que estar terminada mañana. No me moveré de aquí hasta que la termines.
—Llevo ya cinco novelas escritas que te están dando unos beneficios que nunca hubieras soñado. Creo que ya he cumplido con el trato.
—Me gasté un pastón en abogados para lograr que salieras de la cárcel.
—Lo sé y te lo agradezco pero, a su vez, tienes que reconocer que fui tu salvación. Cuando te invitaron a dirigir el taller de escritura en el penal descubriste que yo valía… que valía incluso más que tú… el renombrado escritor. Aceptaste lo de la cárcel para ver si el contacto con los presos te daba tema para tus novelas. Llevabas años sin publicar. Tu inspiración se había agotado. No eras capaz de escribir una cuartilla que mereciera la pena. Y diste conmigo. Tenía montones de temas sea por la vida que he llevado, sea por mis amistades carcelarias. Ideal para tu especialidad: la novela policiaca. Además, escribía la mar de bien. Mejor que tú.
—Déjate de monsergas y ponte a la tarea. El trato era que si lograba que se revisara tu caso y sacarte de la cárcel me escribirías seis novelas y esta es la sexta. Sé que tú fuiste el que asesinó a tu mujer así es que, si no cumples con lo pactado, pago otra vez a otro montón de abogados para que vuelvas a la cárcel por los restos.
—Déjame por lo menos salir de aquí. Esto es peor que estar en chirona.
—Termina la novela y te dejaré en libertad.
Entonces comencé a escuchar el tecleo de lo que debía de ser una máquina de escribir o un ordenador. Comenzaba a clarear y decidí volver a mi escondrijo en el bosque. Cuando estaba por levantar el vuelo vi que el secuestrador estaba apoyado en el quicio de la puerta fumando un cigarro. Nuestras miradas se cruzaron. El hombre cruzó los dedos mientras murmuraba:
—Una lechuza…¡Lagarto, lagarto!
Y se metió rápidamente en la cabaña. Ya sabéis que se nos considera aves de mal agüero. Tan solo para asustar a ese individuo tan desagradable, canté tres veces lo que los hombres toman por un presagio de la muerte. Lo hice para fastidiar, os lo prometo, tan solo para fastidiar.
Al día siguiente no pude evitar la curiosidad y volví a la cabaña. Reinaba un silencio sepulcral. Vi que la puerta estaba abierta. Me aventuré en el interior. El cuartucho estaba vacío. Algo blanco se veía sobre una mesa que estaba en un rincón. Me acerqué y vi que era una cuartilla en la que tan solo estaba escrita en letras mayúsculas la palabra FIN. Posado sobre la mesa descubrí que unas salpicaduras de sangre manchaban las paredes. Al bajar la vista al suelo pude comprobar como un rastro de sangre lo cruzaba como si alguien hubiera arrastrado un cuerpo hacía el exterior. Seguí el rastro que desaparecía a poca distancia de la puerta justo donde se podía ver la huella dejada por unos neumáticos.
Me alejé del lugar un tanto apesadumbrado y pensando que no hubiera tenido que cantar tres veces la noche anterior ¡A ver si los hombres llevan razón! Estoy seguro de que anda por el mundo un escritor asesino o un asesino que se hartó de ser un negro.”
Terminada la historia los pájaros que le habían escuchado embobados batieron sus alas cosa que comprendí debía de ser su forma de aplaudir. La lechuza, reclamando silencio, les dijo entonces:
—Amigos: vayamos a ocupar nuestros puestos que la amanecida esta pronta. Ruiseñor: vete pensando en lo que nos vas a contar mañana pues es tu turno.
Disciplinadamente todos volvieron a ocupar sus puestos. Yo me alejé sin hacer el menor ruido asombrado ante el prodigio que había presenciado. Los pájaros salían por la noche de la cárcel del reloj y se entretenían en contarse historias. Esperé la siguiente noche con ansia. Pude comprobar que, tal como se había apalabrado el día anterior, el ruiseñor ocupaba el centro del círculo. Relató una preciosa historia de amor que aconteció cuando con sus melodiosos trinos embelesó a una aldeana…
Creo que no os he dicho que soy escritor, escritor de escaso éxito hasta ese invierno. Andaba muy desanimado y falto de ideas por aquellos tiempos por lo que decidí sacar provecho a lo que acontecía en mi estudio. Debidamente camuflada dejé una grabadora que todas las noches registraba las historias mientras yo dormía plácidamente en mi cama. Reuní así varias docenas de relatos que no tardé en lograr publicar. Fue el mayor éxito de toda mi producción. Durante todo aquél invierno recopilé cantidad de historias de todo tipo. Mis editores estaban encantados. Durante el día yo copiaba frenéticamente en mi ordenador los nocturnos relatos de los pájaros. No sé si serían imaginaciones mías pero creo que los pájaros del reloj andaban un poco enfurruñados viéndome escribir.
Para mi desgracia llegó la primavera y los pájaros dejaron de reunirse para contar historias. Me parecía que cuando daban las horas lo hacían tristemente. Los arboles de mi jardín comenzaban a verdear, los rosales se llenaban de capullos. Desde el reloj mis pájaros veían a sus congéneres gozar de la primavera a través del ventanal de mi estudio. Cada día andaban más mustios. Mi fuente de inspiración se estaba secando y yo no podía hacer nada `por remediarlo. Conservaba todavía ciertas esperanzas en que pasados los excesos primaverales y aburridos, como presumía que estaban, volvieran a sus tertulias nocturnas. Llegó el verano y eso fue ya mi total perdición. Una calurosa noche, en la que me había bebido más güisquis de lo aconsejable sentado en mi estudio, olvidé cerrar la ventana, como tenía siempre por costumbre, cuando me fui a acostar.
A la mañana siguiente el reloj estaba vacío y una gran algarabía proveniente del jardín penetraba a través de la abierta cristalera. Los pájaros, mis pájaros, revoloteaban alocados de rama en rama. Me asomé al ventanal y les imploré que regresaran. Por toda respuesta levantaron el vuelo al unísono y se perdieron en el horizonte. Cogí el reloj y lo tiré por la ventana. Se estrelló contra el suelo rompiéndose en mil pedazos.
Desde entonces no he logrado escribir nada que merezca la pena. Creo que me voy a suicidar.