Mi querida sobriedad
Isabel Pomares

La señora María, de piel muy blanca y melena recogida en un moño, era muy paciente con su marido, tierna con sus hijos y cuidadosa con la casa. Eran tiempos difíciles donde todo estaba sujeto a la sobriedad. Había que actuar con moderación ante la sociedad de aquella época. Se presagiaba un futuro algo incierto y oscuro. La palabra “guerra” se oía a lo lejos, quizás se prepararía algún asunto maquiavélico en los sótanos de algún que otro alto mando militar.

La señora María, como todos los días, se acercaba al mercado a por alimentos, y traía lo justo para dar de comer a su familia –en total eran cuatro miembros, el matrimonio y dos hijas- el día a día. Su marido el señor Sebastián era un simple obrero, iba de oficina en oficina ofreciéndose como albañil, y en los ratos libres se iba al campo a recoger alimentos de temporada. Todo por conseguir unos cuantos reales más que llevar a la casa. Las hijas, aún pequeñas –de diez y doce años- iban a una escuela que había creado una congregación de monjitas de la caridad. Al menos podían leer y escribir, algo importante para salir y buscarse la vida de mayores. Era lo que pensaban los padres.

“Qué desgracia haber tenido dos niñas, el futuro se intuye algo complicado para ellas. Si al menos hubieran sido chicos, los trabajos abundarían más para ellos”, pensaba el matrimonio cuando las acostaban. No hablaban, con solo un cruce de miradas ya se entendían. Pero en realidad solo se trataba de un simple pensamiento, pues en el fondo, sus dos hijitas eran lo más hermoso de sus anodinas vidas.

Su rutina era simple y humilde. La vida no les daba para más. Ahí afuera, en la calle se veía todo distinto, y casi desconocido para el matrimonio. Ellos solo conocían la palabra “sobriedad”. Sobriedad y moderación eran vocablos que guiaban su modelo de vida, el comer, el vestir, el hablar, y hasta casi el caminar por las callejuelas empedradas de su barrio. Barrio que estaba lleno de olores y falto de sabores. Con un grisáceo humo que provenía de las casas. Esas cocinas a base de carbón les envolvían en un aroma peculiar de clase baja y mísera.

Sin embargo, la señora María y el señor Sebastián eran felices a su manera, ese ambiente lo conocían de siempre, era normal y fácil de llevarlo sobre sus espaldas. Algunos domingos, cuando hacía sol, agarraban de la mano a sus dos hijas y se dirigían al río. Paso a paso, llegaban a un lugar lleno de naturaleza verde donde pinos y abetos frondosos daban buena sombra durante el paseo. El río no era muy profundo. Poco caudaloso y fácil de atravesar de orilla a orilla. Unas pequeñas cascadas surgían entre roca y roca. Esto divertía a las niñas, que chapoteaban sin descanso.

Los padres las miraban embelesados, sus niñas eran felices y esto les colmaba el alma, aunque los estómagos medio vacíos jugaran con ruidos endiablados. Quizás la vida les había privado de riquezas materiales, de oportunidades con fabulosos trabajos o de enormes casas con las cocinas repletas de viandas, pero en el fondo, esta familia sabía vivir de forma digna y feliz entre los muros húmedos de la sobriedad y bajos los techos de la moderación.

Deja un comentario