Nacen estrellas
Teresa Costas

La Luz y la Sombra siempre fueron amantes. Su contradicción las unía y así eran felices. La vida, a sus pies, crecía lentamente y ellas disfrutaban de su intensa eternidad. Después de quillones de años, su amor dio fruto y nacieron gemelos. brillantes ojos dorados

La primera fue Noche: una niña tierna de mirada oscura como Sombra, pelo lacio y risa tenue. Suave y tranquila, nunca lloraba y desprendía un perfume fresco y embriagador.

El segundo en nacer fue Sol: un niño grandote, gordito, brillantes ojos dorados y cabello ensortijado, rubio a rabiar; que, a veces, lloraba con desconsuelo y, otras, reía a carcajadas, sacando de quicio a sus madres que no comprendían esos repentinos cambios de humor.

Crecieron los dos hermanos y se llevaban bien. Noche era reflexiva y aprendía cosas constantemente. Sol jugaba sin parar, atolondrado y feliz. Noche le enseñó a jugar al “corre que te pillo” pero Sol nunca seguía las reglas y se escapaba de ella, travieso y haciendo trampas. Solo cuando estaba cansado y se dormía, ella lo alcanzaba y acariciaba sus rizos dorados. ¡Lo adoraba!

Pasó el tiempo. Sol se hizo grande e importante. La vida crecía bajo sus rizos mucho más deprisa que antes. Un día, en su vagar cotidiano, descubrió un ser pequeño, azul, y redondo como él, que giraba a su alrededor. Se concentró en enviarle calor y observó como “el redondito” crecía y se iluminaba más todavía. Sol corrió a donde su madre, Luz, y le contó lo que había descubierto. Ella le besó, contenta, y le dijo: «Contigo crece la vida. Eres mi favorito. Serás como un rey».

Desde entonces, Sol se convirtió en prepotente, creído y presuntuoso. Ya no jugaba con su hermana y solo se pavoneaba por el Universo luciendo sus rizos como un pavo real. Nadie se acercaba a él porque, además de desagradable, desprendía demasiado calor.

Noche, que había escuchado la conversación entre Luz y Sol, se volvió más tímida, triste y taciturna. Sombra la cogía en sus brazos y la mecía con ternura mientras susurraba en su oreja: «Tú también eres importante. Os necesitáis los dos». Noche sonreía para no apenarla pero, en su interior, maquinaba una pequeña venganza.

Cuando Sol se durmió, rendido, un día cualquiera, Noche cortó, despacito y con cuidado de no quemarse, uno de sus rizos dorados y lo guardó en una bolsa de tela negra para no descubrirse.

Al verse dueña de la bolsa luminosa, Noche bailó y corrió, feliz, dando vueltas y vueltas como en el juego infantil, sin darse cuenta de que la bolsa, con el calor, se iba rompiendo y dejaba tras de sí chispitas luminosas y calientes de todos los tamaños desperdigadas por la esfera celeste. Cuando, cansada y dichosa, se sentó  y descubrió el resultado de su jugarreta, su enfado ya no existía. Dentro de la bolsa quedaba todavía un trocito de rizo, ya solo templado. Lo cogió e hizo con él una bola y la lanzó lejos, con fuerza, hacia “el redondito” que tanto cuidaba su hermano. Y pensó: «Ahora, también todos me querrán a mí».

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