Amapolas azules
Angélika Zenner

—Todo ocurrió el año en que las amapolas fueron azules. Todas las flores que rodeaban las ciudades se volvieron de ese color.

Así empezaba la conversación entre una abuela y su nieta en un país lejano y desconocido en el que, a falta de libertad, aún quedaban las largas noches de tertulias entre susurros.

—Pero, abuela, ¿si las flores eran azules, qué pasó con los colores de la naturaleza? ¿qué ocurrió con los amarillos, rojos y blancos?

La chimenea estaba encendida. Aunque los días ya eran más largos, un punzante viento del norte arreciaba en esa luna y no dejaba que el sol terminase de calentar. La cocina olía a humo y a especias, y el susurro del viento en las ventanas mal ajustadas componía la banda sonora de esa casa.

—Lucerillo, los colores desaparecieron. Una niebla azul se instaló sobre los tejados de las casas, y durante dos lunas completas no levantó. No se podían diferenciar los días de las noches, y las gotas de rocío parecían tinta china porque lo coloreaban todo. Los hombres salían al campo todos los días, y veían con preocupación cómo las mieses, las cebadas y el trigo habían cambiado su color amarillo por otro más verdoso. Era espeluznante, pero bello a la vez.

—Abuela ¿cuánto tiempo duró la niebla?

De repente, la conversación se interrumpió por un fuerte portazo. Lenta y cansada, la abuela se levantó de la silla baja en la que se encontraba junto al fuego, se llevó las manos a las rodillas para, a continuación, buscar a tientas la mesa.

—¿Dónde habré dejado el bastón? Juraría que lo dejé apoyado en la mesa. Esta casa parece que está envejeciendo a la misma velocidad que yo. Ya no ajustan ni las ventanas ni las puertas, y mejor no hablo de las tuberías y su sinfonía mañanera —comentaba la abuela entre dientes, evitando jurar porque estaba la niña cerca.

—¡Abuela! ¿dónde estás? ¡Abuelaaaaaaa! ¡tengo miedo, no te veo, que se ha apagado el candil!

—¡Niña! No chilles tanto que pareces una graja. Espera, que se ha abierto el portón y por eso se han abierto y cerrado las ventanas; viento del demonio, que no deja de soplar.

Y así, a trompicones y lentamente, la vieja abuela consiguió llegar hasta la entrada de la casa, llena ahora de hojarasca y paja. Con esfuerzo, empujó, y pudo cerrar la pesada puerta de entrada. Cuándo regresó a la cocina, encontró a su nieta, asustada, en su silla.

—Parece mentira, ya eres grande para montar semejante escandalera sólo porque se apagó a luz —se acercó a la niña, que lloraba bajito, y con cariño le secó las lágrimas que corrían por sus mejillas.

—Venga, voy a seguir con la historia para que se te pase el miedo, que ya está cayendo la tarde y tu padre estará ya de vuelta. La niebla azul, después de esa temporada, empezó a elevarse en el cielo y una mañana vimos cómo se fundía con el azul del cielo. No podíamos mantener la mirada fija hacia arriba porque el azul que resultó al fundirse con el firmamento hacía que tuviéramos que cerrar los ojos encandilados. Entonces, nos abrazamos con alegría, y algunos vecinos empezaron a cantar y bailar como locos, como si hubieran bebido. No fue hasta pasado un buen rato cuando nos dimos cuenta de que las flores eran azules. Al principio parecía que solo eran las amapolas, pero luego vimos que las margaritas, los narcisos e incluso las rosas tempranas habían perdido su color. De la alegría, los vecinos pasaron al miedo. El temor se apoderó de sus conversaciones. ¿Qué pasaría con las cosechas? ¿serían igualmente de color azul? Corriendo, sin apenas detenerse a cambiarse los zapatos, salieron hacia los prados que rodeaban la ciudad.

De nuevo, un enorme estruendo interrumpió a la abuela, apagó las luces del candil e incluso la lumbre, que hasta ese momento ardía con alegría en el hogar. Esta vez, no fue la abuela sola hacia la puerta, agarrada a sus faldas iba su nieta, que prefería el paseo a oscuras a quedarse sola en la cocina.

Conforme avanzaban hacia la entrada, la abuela presintió que algo estaba pasando. El aire, repentinamente, había cambiado de dirección, y la temperatura, repentinamente, había subido. La atmósfera era distinta, se podía mascar, era casi digerible.

—La luz, la luz es distinta —dijo la abuela, con la voz temblorosa—, se cuela por las ventanas un reflejo dorado y la entrada parece iluminada. A esta hora, ya debería estar anocheciendo ¿qué ocurre?

Abuela y nieta llegan temerosas hasta la puerta de entrada y, con susto, se asoman al dintel. Todo permanece en un inquietante silencio; los pájaros, que hasta hace poco revoloteaban apurados para encontrar un lugar donde ampararse del fuerte viento, están ahora callados. Tensión, solo sienten la tensión en el ambiente. Y el cielo, el cielo estaba completamente rojo…

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