Sentada en una silla de anea en el centro de un patio coronado por coloridos geranios y rojos claveles, mi tía Pepa, toda ella rechoncha y con cara de desidia, sostiene una lechera de latón con el asa torcida. El cabello recogido en un gran moño trenzado le confiere cierto aire de tierna majestuosidad. Sus arreboladas mejillas y sus ojos vivarachos contrastan con el negro vestido descolorido que lleva, el cual delata la improvisación con la que fue tomada la fotografía.
A su derecha, Sofía, cariñosamente apodada por todos como «Cabeza de alfiler», se baña en un barreño metálico. Una especie de camisón largo y blanco de tirantes cubre su pequeño y desgarbado cuerpo, inclinado hacia un lado. El color rosa pálido de su piel muestra el laberinto de azuladas venas que recorren unos brazos extremadamente largos y delgados. Agarra con la mano derecha el borde del barreño, un trapo sucio atado a la muñeca y enrollado alrededor de unos dedos torcidos y deformes parece que le sirve de sujeción. Haciendo una mueca burlona, la mano izquierda pellizca el labio inferior y muestra una sonrisa desdentada y una carnosa lengua, que a juzgar por su posición parece que emite un sonido gutural. Su minúsculo y ovalado cráneo, no mucho mayor que una manzana, alberga dos grandes y oscuros ojos que miran a la cámara con asombro infantil. Las puntiagudas orejas parecen sacadas de un cuento de hadas. Una maraña de cabello fino y despeinado remata el aspecto espectral de mi prima. La insistencia y cabezonería de mi abuelo hizo que la fotografía presidiera durante años el salón comedor de su casa, incluso después de su muerte, como si se tratara de un escudo heráldico familiar.