Entre penas y alegrías
Ascen Ferrón

Aún no ha caído del todo la tarde, una tarde calurosa del mes de agosto. Los más rezagados apuran sus bebidas al fondo de los jardines y se despiden de las vistas de la ciudad. El cielo anaranjado se torna morado oscuro. El murmullo general cede a la megafonía que anuncia que el espectáculo va a comenzar. Se levanta una suave brisa que acalla el sonido de los abanicos. Silencio. Expectación.

 El teatro  está a rebosar. Se oye una guitarra que acompaña a una voz desgarrada. De repente y como de la nada, aparece ella en el escenario. Un embravecido taconeo retumba y hace que los cipreses inicien una danza, una danza que la envuelve mientras ella, Yelena Maraña, se retuerce sobre sí misma y se convierte en un quejido que baila.

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Amando Agonías vino al mundo una  noche que las chumberas estaban heladas. En la entrada de la cueva las mujeres, a instancias de la partera, encendieron una lumbre y en ella calentaron la manta que serviría para cubrir al recién nacido. Como un gato apaleado llegó Amando a este mundo. Nació tan frio que la manta se convirtió en témpano.  

El niño crecía y con él crecían sus llantos. Era un niño enclenque, algo raquítico y pajizo.  Creció como un niño triste y pusilánime al que le asustaba pincharse con las chumberas, trepar por el monte y bajar al rio. Desde que, entre lamentos, echó sus primeros  pasos su madre lo llamó “Agonías” nombre que de boca en boca pasó y  todos lo conocían como “El Agonías”.

 Deambulaba por las cuevas como alma en pena. A la edad de mocear, desde la lejanía, atisbaba los corros donde los vecinos del barrio  cantaban y  bailaban. Amando, seguía su vida como un gato apaleado.  Un día el Patriarca sentenció: “Esperemos que pase el tiempo”.

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Yelena Smirnova desde niña destacó por su belleza, una belleza serena y esbelta.  Una belleza ornamentada de tal sensualidad que, ya con pocos años, cautivaba a quien la miraba. Engatusada por seductoras promesas, llegó a España con su joven cuerpo mancillado  por las manos de su padre con olor a vodka. La alojaron en una casa de un típico y turístico barrio de la ciudad. Una casa donde el trasiego de hombres borrachos era el pan nuestro de cada hora. El burdel lo regentaba una señora entrada en años y,  también, en carnes.  Le daba, a ella y a las otras compañeras, poca comida, algo de ropa interior, drogas y bebida. Así, Yelena se ganaba la vida. Los días pasaban y cada amanecer, impregnada de olor a sudor y vergonzante sexo barato, pensaba: “Esperemos que pase el tiempo”.

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La noche cobija a un teatro apenas iluminado por el brillo de las estrellas. Al fondo, sobre el escenario, Yelena Maraña baila por alegrías. Los rápidos  movimientos remarcan los músculos de su fibroso cuerpo que brillan festivos acompañados del vaivén del raso negro de su falda. La noche se rompe con su taconeo, con la algarabía de sus brazos, con su cuerpo que se enreda y se desenreda. La noche se rompe con la alegría de su mirada que, también, danza.

Yelena baila al ritmo de su raza, de la sangre que corre por sus venas al compás de guitarras y una caja; improvisa sentimientos que vuelan. Se le deshace el moño y de su negra melena caen gotas de lluvia mientras su figura se enmaraña.

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Yelena y Amando se conocieron una soleada mañana que el destino los juntó en la puerta de la cueva del Patriarca. Era primavera, los geranios explotaban en la fachada adornados por los platos de  cobre recién abrillantados. La joven se acercó a mirarlos mientras Amando, sentado en un muro, desde lejos la contemplaba. Ella al notarse observada volvió la cabeza y se encontró con una mirada tímida y oscura, una mirada que lentamente y con delicadeza, la desnudaba.

Desde ese día, Yelena y Amando, que vivían muy cerca tan solo separados por una cuesta,, comenzaron a vivir un amor secreto y clandestino. Robaban minutos al día para saborear sus cuerpos, encuentros furtivos tan apasionados que el roce de sus pieles  producía una incontenible corriente de sexo.

Pero la vida continuaba y en el burdel demandaban cada vez más a Yelena. Ella follaba, cobraba y se lavaba así una y otra vez, un ritual que repetía  durante la noche y durante el día. Amando había conseguido que le subieran el sueldo en el anticuario donde trabajaba, era un sueldo muy decente para que Yelena se retirara. Tras pagar sus deudas y sin una peseta, ella abandonó el burdel.

Una mañana, que las chumberas estaban heladas, la pareja emprendió el camino al barrio con una vieja maleta atada con un cordel. Ambos andaban cabizbajos y en silencio, la idea de un rechazo volaba sobre sus cabezas. Algunos vecinos, a su paso, los miraban de soslayo y con recelo. La madre de Amando estaba a la entrada de la cueva, al divisarlos entendió el motivo del cambio en el carácter de su hijo. Desde hacía tiempo, el joven estaba más alegre y sus lamentos eran solo un recuerdo. Tenía una brillante mirada y hasta participaba en las zambras, reía, daba palmas y cantaba.

Yelena, tras esos primeros recelos, se integró en la vida cotidiana. Mientras Amando bajaba a la ciudad a trabajar en el anticuario, ella colaboraba con los quehaceres de las mujeres. Lo hacía con agrado y disposición, cosa que contribuyó a que la aceptaran como una más pese a no ser de raza gitana.

Poco a poco, y sin arte alguno, aprendió los palos de la música y la danza; y poco a poco se animó a participar en las reuniones festivas del barrio. Amando, la observaba feliz. Poco a poco, el tiempo pasaba.

 Yelena se quedó embarazada. No fue un embarazo sosegado, los problemas de hipertensión y continuas pérdidas de sangre, hicieron que Yelena viviera unos meses de preocupación pese a los cuidados de la madre de Amando durante su reposo obligatorio. El joven se volvió taciturno y apesadumbrado, tal era su estado de ánimo que al caminar lo hacía achepado. Una noche, que las chumberas estaban heladas, Yelena se puso de parto. Tras largas horas de dolores, sudores y llantos, la niña nació bañada en una incontrolable hemorragia de sangre que acabó con la vida de su madre. En ese instante el tiempo se quebró para Amando.

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 Nació sin llanto, con la piel canela, los ojos muy abiertos y una espesa melena negra. Por expreso deseo de su padre, le pusieron de nombre Yelena. Se crió a las faldas de su abuela mientras su padre arrastraba una inmensa tristeza. Se crió entre bulerías, soleás y fandangos. Desde sus primeros años mostró unas cualidades extraordinarias para el baile. Siendo niña comenzó a actuar en tablaos flamencos acompañada por su abuela que la protegía y custodiaba como a su mejor joya. Amando se volvió cabizbajo, despegado y ausente. El hecho de que su hija bailara lo sumergía en tal pesadumbre que no consentía ni en verla. Le dolía la alegría que su hija derrochaba.

La niña se movía de tal manera, que sus brazos, sus manos y sus piernas se enredaban como una madeja. Era tan alegre que al hablar, cantaba, y al caminar, danzaba. Un día el Patriarca sentenció: “Esta niña parece una maraña”. Y con ese nombre se quedó.

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El teatro retumba con las palmas y los vítores del público exaltado que, puesto en pie, venera a una joven reina de la danza flamenca.

Yelena, hace una reverencia y dirige la mirada a la primera fila de sillas. Sentado, entre emocionados llantos, está Amando. Junto a él hay un asiento vacío en el que descansa un ramo de  rosas blancas.

1 comentario en «Entre penas y alegrías<br>Ascen Ferrón»

  1. Preciosa historia y mejor narrada. Enhorabuena.

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