El tanatorio estaba de bote en bote. Eran las ocho de la tarde, la hora de mayor afluencia, y más que un velatorio parecía una reunión de amigos, o de una asociación, o incluso de comunidad ‒algún moroso reconocí entre los asistentes‒. Comenzaba a estar cansada del tiempo que llevaba sentada en mitad de la sala, como reina en un trono recibiendo a sus súbditos, y sin poder salir un momento a tomar el aire y fumar un cigarro. Nunca he entendido la insistencia de algunos en firmar en el libro de condolencias, y además aguardar turno para el «besamanos»: «lo siento mucho», «te acompaño en el sentimiento», «era una gran persona», «nos deja un enorme vacío», «paciencia y resignación cristiana»… Y a todo esto, yo no conocía a la mitad de las personas que se me acercaban; no entiendo qué interés podrían tener en que supiera que habían presentado sus respetos. Algunos quizás lo harían por curiosidad morbosa, para ver cómo de afectada estaba la viuda; pero yo me mantenía digna y serena y sin alardes plañideros, que nunca me gustó llorar en público. Tampoco es que tuviera muchas ganas, la verdad.
Fue un rato después cuando comenzó mi pesadilla musical. Por alguno de estos juegos y asociaciones mentales que a veces nos resultan inexplicables, me vino a la cabeza la canción de Tequila «Vamos a tocar un rock and roll a la plaza del pueblo». Desde luego que no tenía nada que ver con mi recién difunto marido ‒de cuerpo presente‒, que el pobre era más aburrido que una estatua de piedra. No me recordaba ningún momento vivido con él, ni siquiera con otras personas, pero ahí estaba, en mi cabeza, pertinaz como la sequía.
La escena no podía ser más patética: yo, toda seria y de riguroso negro, y mi pie, como si tuviera vida propia e independiente, marcando sobre el suelo enlutado el ritmo del rock and roll. Fui hasta el cuarto de baño y me eché agua en la cara, con la esperanza de que actuara en mí como un poderoso disolvente, capaz de eliminar cualquier rastro de música en mi cerebro. Cuando volví a mi sitio, se acercó mi cuñada.
―¿Te apetece un café, querida?
―Sí, un poco de rollo no vendría mal.
Mi cuñada me miró con pena y acarició mi mejilla.
―Estás muy afectada. Deberías ir a casa a descansar un rato.
Acepté, como una huida, salir del recinto. Pensé que, quizás con un cambio de escenario y de estímulos, mi cerebro se avendría a razones y cambiaría el rasgueo de guitarra por una música más acorde con las circunstancias.
A toda prisa me dirigí a mi casa ‒no debía estar fuera mucho tiempo‒ y, casi con ansiedad, hice sonar el Réquiem de Fauré. Seguí la obra, y sobre todo la letra con verdadera atención, especialmente el «Libera Me», momento que aproveché para rogar a mi memoria que me liberara de aquélla pesadilla; y cuando en el movimiento final me descubrí canturreando: «In Paradisum, el rock está en mi cuerpo», supe que había perdido la batalla. Por alguna extraña razón, la muerte de mi esposo me había hecho reaccionar de esa manera tan rockera, y el tema se había pegado a mi cerebro con más insistencia que una lapa.
Un rato después, cuando volvía a entrar en el tanatorio, mi «vocalista interior» entonó de nuevo: «la gente se aproxima por la calle principal». Ya no luché con él ni le recriminé que no era el momento, lo dejé estar e intenté relajarme. Los últimos visitantes se marcharon y nos quedamos sólo los más allegados. Cerré los ojos y me dejé arrullar por la canción. Al día siguiente, para el funeral, me coloqué unos auriculares inalámbricos, bien disimulados y, durante el acto, oí música sacra.