La azotea
Arantxa Urbieta

Primer día de vacaciones.

Nada más levantarme, Pepa llamó por teléfono.

– ¿Qué haces esta tarde? ¿Vienes a comer a casa?. Estoy sola, luego podemos tomar el sol en mi azotea y cogerle la crema a mi madre. Mis padres se han ido al pueblo, a ver a mi abuela–.

– ¡Guay! Se lo digo a mi madre y en un rato estoy por allí– contesté yo, entusiasmada.

Me encantaba la idea de ponerme morena antes de estrenar los conjuntos que me habían comprado en Zara para Semana Santa. Además, la madre de Pepa tenía un carísimo bronceador Lancaster FPS 15, que todos los años le dejaba un tono dorado, precioso, como de diosa egipcia, al volver de la playa. Yo deseaba ese color. Lo deseaba con todas mis fuerzas. Fuensanta es profesora de Química y la mujer más elegante que yo conozco. Con su sonrisa eterna y su sombra verde sobre los párpados, exactamente del mismo color que sus ojos. No es una mujer guapa, es más estilosa que otra cosa, pero bronceada, no es de este mundo. Yo la quiero mucho porque habla de todo con nosotras y tenemos confianza con ella, para contarle nuestras cosas pero al Lancaster no nos deja ni acercarnos.

Esa tarde estrené el bikini rojo que le habían regalado a María el verano anterior por su cumpleaños. El bikini me encanta, porque la parte de arriba es asimétrica, deja desnudo el hombro izquierdo y tiene unos abalorios dorados y unos volantes que se mueven al andar. Yo sabía que el bikini me quedaba mejor a mí que a María, porque relleno por arriba más que ella y porque yo soy morena de piel y mi hermana es lechosa. Pero ella no me lo quiso prestar en todo el verano, porque es una egoista y una imbécil y porque se piensa que es la más guapa. Y como el verano anterior, al final, no se lo puso ningún día, porque no le cabía el culo, mamá dijo este año que el bikini era para mí y no le quedó otra que dármelo, a regañadientes.

Fuensanta tenía la terraza llena de plantas y flores que habían brotado con la llegada de la primavera. Junto a la pérgola de madera, en la que cenaban las noches de calor, adornada por dos guirnaldas de bombillas de Ikea y una maceta de cerámica con un cactus, en el centro de la mesa, colocamos nuestro centro de operaciones, con las toallas desplegadas y nos embadurnamos de Lancaster FPS 15. Yo no podía dejar de mirar el brillo satinado que aquella crema dejaba en mi piel, como una fina película de seda y juré que la utilizaría el resto de mi vida. Tumbadas al sol estábamos bien porque los azulejos terracota desprendían calor, pero en cuanto nos incorporábamos, un poco, hacía un frío horrible y se nos ponía piel de gallina por culpa del viento. Pusimos música y así estuvimos tan felices, sin movernos, hasta que se abrió de nuevo la puerta de la azotea y llegaron Gustavo, el hermano de Pepa y sus amigos con las guitarras y empezaron a tocar. A componer, decían ellos. Se colocaron al otro extremo para no tener que hablar con nosotras, después de que Pepa le preguntara, a voces, si había recogido el lavaplatos, que le tocaba a él.

Gustavo es cuatro años mayor que nosotras, está ya en la Universidad y a mí me gusta desde parvulitos, pero yo siempre he sido una niñata en su casa y nunca me ha hecho el menor caso. Esa tarde, sin embargo, no dejaba de mirarme, desde la espalda de su guitarra, mientras tocaban sus canciones. Yo basculaba las piernas, de un lado a otro y miraba a Gustavo, tonteando y haciendo rizos con el dedo índice en mi melena. Me sonrió, y entendí que algo, por primera vez, había cambiado.

Por la noche, Pepa y yo salimos a dar una vuelta, con Mila y Adri. Rojas como gambas, porque nos habíamos achicharrado con el sol y muertas de frío, con blusas de tirantes, de Zara, para presumir de bronceado. El frío desapareció de golpe, cuando Pepa nos dijo que fuéramos al Ibiza, que Gustavo y sus colegas tocaban allí y querían que hiciéramos bulto. El bar estaba a reventar y hacía mucho calor. Pepa pidió las copas, porque era la que parecía mayor, llevaba unos tacones imposibles y pasaba por tener más de dieciocho. A medida que tomaba mi Bacardí Cola, me sentía más eufórica, más emocionada por la idea del concierto y por estar cerca de mi Gustavo esa noche. Esperaba otra sonrisa, una mirada. No sé… ¡Algo!.. El segundo Bacardí Cola, antes de empezar el concierto, me sentó fatal, porque yo apenas bebo y de pronto casi no podía hablar, tenía la lengua gorda como una bota y no pronunciaba las erres, todo me daba vueltas y acabé potando en una palmera de la calle. Para rematar la noche, las chicas me tuvieron que llevar a casa a dormir la mona, con un pedo monumental y sin escuchar una sola canción de mi Gus. Sin una sonrisa. Sin una mirada. ¡Sin nada!.

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