La gata
MªÁngeles Torró

Manuela tenía ojos de gata. Eran unos ojos grandes y redondos de color caramelo pero que, cuando se enfadaba, se contraían y se tornaban del verde profundo de las aguas estancadas. Manuela tenía andares sigilosos como si sus pies acariciaran el suelo que pisaba. Manuela tenía la piel suave, aterciopelada. Manuela gustaba de acurrucarse en los rincones y dormitar.

 Manuela vivía con su madre. Desconocía quien era su padre. Por más que le había preguntado a su madre, cuando ya llegó a una edad en que aquello le intrigaba, siempre había obtenido la misma respuesta: “Tu padre era un buen hombre que murió en el frente” y cuando ella insistía en saber cómo se habían conocido y dónde se habían casado y cuando… su madre cortaba rápidamente el aluvión de preguntas: “No tengo ganas de hablar de eso Manuela. Son cosas de cuando la guerra y no quiero recordar nada de ella” Manuela tenía siempre la impresión de que su madre la había criado más por obligación que por devoción. Manuela tenía siempre la impresión de que su madre la escrutaba sin mirarla nunca a los ojos.

Candela tenía ojos de loba; ojos penetrantes, oteadores de horizontes lejanos que se empequeñecían y se inyectaban en sangre cuando ejercía sus dotes. Candela era vidente y curandera. Candela tenía fama en todo el barrio de adivinar el porvenir, de sanar tuberculosis, sarnas y otros males escondidos entre ingles dolientes y calladas con ungüentos y cataplasmas. Candela sabía ahuyentar a los malos espíritus de los hogares maltrechos por una postguerra interminable.

Candela vivía en el mismo edificio que Manuela y su madre. Cuando Candela y Manuela se cruzaban sus miradas chocaban como dos teas incandescentes.

Un buen día Manuela se decidió y llamó a la puerta de Candela. Sin decir palabra, la mujer la hizo pasar a una habitación iluminada tan solo por un candelabro de siete brazos con siete velas de siete colores distintos. Un suave aroma mezcla de tomillo, romero y lavanda flotaba en el ambiente. Las dos mujeres se sentaron junto a una mesa camilla en la que estaba depositada una bandeja con una botella llena de un líquido del color del rubí y una copa de fino cristal.

Manuela permanecía callada. Sus ojos de gata recorrían la habitación sin detenerse en nada. Por fin se detuvieron en los de Candela. La mujer le dijo:

— Sé a lo que vienes. Piensa que a veces es mejor mirar hacia el futuro que hacía el pasado. El pasado es oscuro, tenebroso, lóbrego en este país ¿Estas segura de lo que quieres?

—Estoy segura. Quiero saberlo.

—Allá tú.

Candela llenó entonces la copa con aquél líquido rojo y espeso.

—Bebe —ordenó.

Manuela no lo dudó y lo apuró de un trago. Un fuego ardiente se esparció desde su boca hasta sus entrañas.

—Ahora sigue el movimiento de este péndulo. No lo dejes de observar ni por un segundo.

 La habitación se fue oscureciendo. Tic-tac el péndulo iba y venía; ella viajaba a través de un cielo teñido de rojo; tic-tac, atravesaba edificios en ruinas donde jugaban niños harapientos; tic-tac, corría por calles cubiertas de cenizas y cadáveres; tic-tac, tic-tac… su cuerpo se empequeñecía y se cubría de una tupida capa de pelos negros y sedosos; sus manos se transformaban en garras de afiladas uñas; tic-tac, tic-tac… se había transformado en una gata. Con la levedad de una pluma se vio depositada en una habitación que no tardó en reconocer. Era el comedor de su casa solo que los muebles lucían sin arañazos ni desconchones y las alegres cortinas de cretona eran ahora de terciopelo granate rematadas por espesos flecos dorados. Le sorprendió ver una gran jaula colgada de una alta percha en uno de los rincones. En ella dormitaban una docena de petirrojos. Se acercó sigilosamente hasta ella. Al detectar su presencia, los pájaros formaron una gran algarabía revoloteando despavoridos ante la presencia de aquella gata que se había colado en la habitación. En aquél momento una mujer joven y guapa entró en el comedor. La reconoció: era su madre solo que con veinte años menos. La mujer se dirigió rápidamente hacía ella y le asestó una patada que la lanzó al otro lado de la habitación.

—¡Un gato negro! ¡Lagarto, lagarto! ¿Por dónde has entrado? Fuera, fuera de aquí.

Fue entonces cuando llamaron a la puerta. Poco después un miliciano, con el fusil colgado al hombro y la pistola en el cinto, entraba en el comedor. La gata permaneció agazapada en un rincón oscuro hecha un ovillo negro.

—No te asustes, guapa. —Dijo el hombre dirigiéndose a la muchacha— Inspección de rutina.

—Yo no tengo a ningún cura ni a ninguna monja escondidos en casa. Estoy sola.

El hombre se fijó entonces en la jaula.

—¡Bonitos pájaros! Me gustan los pájaros. Yo tengo…bueno, tenía, en el pueblo muchos pájaros. Menos raros que estos, eso sí. Tienen el comedero casi vacío.

—Es que no encuentro mijo por ninguna parte y no comen otra cosa. Se me van a morir.

—Yo sé dónde encontrar mijo. Hay uno en el barrio chino, un amiguete, que vende mijo entre otras cosas. Pero, a lo que vengo. Voy a dar una vuelta por el piso, no sea que me escondas algún beato por aquí, preciosa.

Una voz aguardentosa proveniente de la puerta, que se había quedado abierta, retumbó por el piso:

—Vámonos Manuel. Aquí no hay ningún meapilas.

El miliciano gritó:

—¡A la orden!

Y más bajito, dirigiéndose a la muchacha:

—Mañana te traigo el mijo hermosura y a lo mejor algún regalito para ti.

 La mujer acompañó al miliciano hasta la puerta y regresó al comedor tarareando una copla de moda. Un suave tic-tac, tic-tac zumbaba en los oídos de la gata. Tic-tac, tic-tac…le pesaban los ojos…tic-tac, tic-tac cayó en un profundo sueño.

 Tic-tac, tic-tac …la gata abrió los ojos. Sobre la mesa del comedor había ahora un fusil y un gran cucurucho de papel. De un salto se plantó sobre la mesa y arañó el papel. El mijo se desparramó por el hule que cubría la mesa. Entonces la puerta de la alcoba se abrió. Rápidamente volvió a agazaparse en el rincón más oscuro del comedor.

La joven y el miliciano salieron del dormitorio. Él se abrochaba el cinto y ella los botones de la blusa. La mujer lucía en su brazo una gruesa cadena de oro con muchas monedas colgando. De nuevo se escuchó la voz aguardentosa que gritaba desde la puerta:

—Manuel, arranca ya. En el portal vecino hay trabajo.

Manuel recogió el fusil y se lo colgó al hombro mientras le daba una palmada al culo de la mujer. Después se encaminó hacia la puerta que dejó entreabierta. La joven se había quedado en el comedor observando la pulsera mientras hacía tintinear los colgantes. Luego se dirigió a la jaula, cogió el comedero y lo llenó hasta rebosar con mijo. La gata aprovechó para escurrirse por la puerta entreabierta. Cuando llegó a la calle sus ojos del color de la miel se tornaron en el más oscuro de los verdes al presenciar como Manuel ajusticiaba de un tiro en la nuca a un sacerdote que estaba hincado de rodillas junto al portal vecino. Arqueó el lomo, erizó su pelaje negro y, a continuación, saltó sobre el miliciano desgarrándole con sus afiladas garras el brazo que todavía sostenía la pistola.

Un tremendo maullido resonó en la cabeza de Manuela. El péndulo se había detenido frente a sus ojos tornados en un verde grisáceo como el de las aguas estancadas en días de tormenta. Tan solo preguntó:

—¿Era mi padre?

—Era —contestó Candela.

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