La reunión
Blanca Titos Fernández

El mensaje

El mensaje llegó a su teléfono móvil aquella mañana que se avecinaba lluviosa. El cielo plomizo y la humedad vaticinaban un día de manta y sofá. Cuando lo abrió, no sabía de qué iba la broma.

“Quedada del 95-98” era el nombre del grupo.

“¡hola chicos! Llevamos años sin vernos y a Ana y a mi se nos ha ocurrido de organizar una comida de navidad para antiguos alumnos del curso del 95. Como seguimos vinculadas al colegio, pues nuestros hijos estudian alli, nos han cedido un espacio para poder hacerla alli mismo. ¡Que os parece la idea?! ¡¡Ya contestáis besis!!”

Todo el contenido del mensaje le daba una pereza extrema y no podía dejar de ver las faltas ortográficas y gramaticales que se hallaban en tan pequeño texto. Sabía quién era la que escribía en el grupo y quién era la tal Ana de la que hablaba y, directamente, se salió del grupo. No quería saber nada de esa gente, no quería  ver a esa gente, no quería volver a escuchar sus voces, ni ver sus caras,  no quería ver sus rostros surcados  de arrugas, ni las calvas, ni las barrigas de sus antiguos compañeros de colegio. No quería ver sus cuerpos deformados por la edad o al contrario, perfeccionados  a base de cirugía y deporte extremo, y, de repente, entre tanta negación, se le apareció La Puerta Blanca y aquella imagen se le hizo tan grande que tuvo que irse de su casa, a dar una vuelta  donde fuera, porque sentía que La Puerta Blanca se le caía encima y la aplastaba  contra el suelo.

La acera

La acera era estrecha, como todas las aceras estrechas de todos los cascos antiguos de todas las ciudades del mundo que tienen cascos antiguos con aceras estrechas donde casi no cabe un puto pie, y de entre todas las aceras estrechas, de todas las ciudades del mundo con cascos antiguos, de todas, se lo tenía que haber encontrado allí, frente a frente, sin posibilidad de escapatoria, pues por la calzada pasaba un coche y si se hubiera bajado de la acera estrecha la hubiera atropellado, así que no se bajó de la acera, y se libró del atropello del coche, no así del atropello físico. Así que, como estaba viva y todavía por desgracia respiraba, se enfrentó a la presencia física que tenía delante de la mejor manera posible.

―¿Eres tú? ¡No puedo creerlo! ¡¡Madre mía, dame un abrazo!!

Ella se dejó abrazar porque así lo designan los códigos sociales.

―Pues sí, soy yo, vivita y coleando, ¿qué es de tu vida?

―Pues trabajo aquí cerca desde hace un par de años, me vine de Londres y ahora vivo aquí, ya sabes, no es la City pero hay más calidad de vida y mi empresa me ha facilitado mucho el traspaso.

―Ah, genial, pues me alegro mucho.

―Y tú ¿qué haces?, ¿qué es de tú vida? Te estuve intentado localizar a mi vuelta.

―¿Yo? Poca cosa, trabajo en correos, me saqué la plaza y ahí estoy, es un trabajo tranquilo.

―Ah, pues de puta madre, pero te imaginaba haciendo algo más importante, no sé por qué. Oye ¿no vas a la comida del colegio?

―Pues no la verdad, me da mucha pereza ir, ya sabes, ha pasado mucho tiempo.

―Bueno, yo iba a ir porque ibas tú, tenía ganas de verte, si tú no vas, yo lo mismo me rajo.

―¿Ganas de verme? ¿Llevas sin hablarme años, y ahora si yo no voy a una comida absurda de instituto tú no vas? ¿Desde cuando eres tan intenso? Ve con tu mujer que, seguro que la tienes, y lleva a tus hijos, yo paso de ver a nadie.

Sentía la rabia salir, a bocanadas, y no le dio la gana de pararla.

―No tengo mujer ni hijos, y no te he llamado porque he tenido mis propios problemas, qué no voy a contarte aquí en mitad de una acera, si quieres quedamos un día y hablamos.

―Venga, ahora mismo, vamos a tomar algo y me lo cuentas.

―¿Ahora?

―Sí, ahora.

Hubo un silencio. La gente los esquivaba de la acera estrecha y murmuraban cosas.

―Vale, pues ahora -respondió él- ahora mismo, sí, señor, ahora mismo te contaré todo lo que ha pasado en estos años, y comprenderás porque no te he llamado ni escrito.

―Genial, conozco un bar aquí cerca, vamos.

Se fueron, bebieron mucho y hablaron más todavía. Habían pasado muchas cosas durante esos dos años, sí, pero la amistad no se había roto y como no se había roto y seguían siendo amigos y todavía se gustaban, a pesar del paso del tiempo y de los años, decidieron zanjar después de muchas cervezas, mucha conversación y muchas excusas, la tensión sexual no resuelta del verano del 97, y la dejaron salir, y la pasión contenida durante años inundó su pequeño piso, su enorme cama y su deslucido suelo. Y por un momento no eran dos adultos consumidos por la vida, si no dos adolescentes de 17 años amándose como dos adultos, con toda la sabiduría que te aportan los años.

Y entonces, soñó.

Y en el sueño sintió El Frío bajando por la espalda, El Frío bajando por la espalda contra la Puerta Blanca y se despertó, en medio de una profunda desazón. Él ya no estaba allí, pero había una nota:

“No quería despertarte, nos vemos el día de la comida, te dejo mi número, escríbeme por favor, te doy libertad, y cuando lo hagas te meteré de nuevo en el grupo de la comida. Di que sí, dime que si esta vez, por favor.

Roberto.”

Leyó la nota con una media sonrisa y pensó que sí, que iría, porque ella no tenía nada que esconder. Iría, sí, y se enfrentaría a La Puerta Blanca y al Frío.

Y a todo lo demás.

La víspera

La víspera a la quedada, estuvo muy nerviosa. Muchas cosas habían pasado en el último mes, desde que recibiera el mensaje, se saliera del grupo, Roberto volviera a meterla y ella hubiera dicho que sí, que iría. Hubo muchos comentarios de alegría por saber que ella acudiría, todos tenían muchas ganas de verla, sobre todo, porque después del instituto el único con el que había hablado había sido Roberto y los demás no volvieron a saber de ella. Nunca. Hasta ese momento.

Durante ese mes había visto más veces a Roberto, pero nunca le había contado la verdad. La Verdad no podía contársela, no sabía si podría contársela algún día, pero quizá, quizá después de la comida, quizá pudiera hacerlo.

Había soñado más veces con La Puerta Blanca y había sentido El Frío. Había soñado con La Verdad y con Lo Oculto. Había estado fisgando en el grupo de WhatsApp intentando averiguar si Él iba a acudir, porque de ser así, entonces sí que no podría ir a la comida, no, de ninguna manera, aquello no podía suceder. Pero Él no estaba en el grupo, lo había preguntado, además, a las creadoras de la idea:  a Nuria y Ana, pero no, estaba claro, habían contactado con Él, pero Él había dicho que no iría. A todos les extrañó y hubo comentarios por el grupo:

“¿Como no va a venir? ¡Si le encantaba la fiesta!”

Ella no quiso preguntar más, se centró en su trabajo, en sus nuevos encuentros con Roberto, en dejar las cosas atrás. Pero La Puerta Blanca, El Frio, Lo Oculto y La Verdad la seguían acosando.

Y cada día aparecía algo nuevo.

Un día, Roberto llegó su piso, sudado, venía de correr, cuando fue a darle un beso, ella se apartó; sintió El Olor. Y El Olor se le metió por la nariz, le bajo por la garganta y tuvo que irse al baño porque pensaba que iba a vomitar.

La víspera de la reunión Roberto durmió en su propia casa y ella en su piso, no lo quería allí y además él le había dicho que tenía cosas que hacer esa noche del trabajo y que necesitaba estar solo  Casi no durmió, había algo que no la dejaba tranquila, una inseguridad, un miedo, algo que hacía años que no sentía, algo que no sentía desde que fue aquella mañana al Sitio Donde te Hacen Cosas e hizo lo que tenía que hacer, algo que llevaba años dormido dentro ahora quería salir.

La víspera se atiborró a Diazepam y al día siguiente, más drogada que despierta se dirigía a una cita, que no sabía si tenía ganas de tener, pero de que ya no tenía escapatoria posible.

La reunión

La reunión estaba prevista para las 14:00, había quedado en la entrada del colegio con Roberto, no había querido ir con él en el mismo coche, así ella podría irse cuando quisiera, en caso de que Roberto se lo estuviera pasando mejor, cosa que seguro iba a ser así. Él había dicho durante ese último mes que sí que le apetecía ir, pero que en el fondo le daba algo de pereza, pero ella sabía que luego se lo iba a pasar bien. Roberto siempre había caído bien, nunca tuvo conflictos con nadie, no como ella, que después de lo que pasó, puso pies en polvorosa y no miró atrás; hizo lo que tenía que hacer y jamás volvió la vista atrás. Nunca. Cuando llegó, Roberto ya estaba allí, muy guapo, con su jersey informal, sus pantalones negros, su barba recortada y su pelo bien peinado. 

Parecía un adulto al que la vida hubiera tratado bien.

Ella se había arreglado de modo informal: pantalón negro, camiseta estrecha negra y chaqueta negra de cuero. “Todo al negro”, que dirían en las apuestas, pero así llevaba vistiendo veinte años y no iba cambiar ahora. Vestir de colores, le hacía sentir incomoda. El pelo lo llevaba suelto, cayéndole grácilmente sobre los hombros, y solo llevaba un poco de maquillaje. Ella pensaba que las mujeres de más de cuarenta no debían maquillarse mucho, el maquillaje solo acentuaba a las arrugas y, además, ella no tenía nada que tapar.

Se saludaron y entraron juntos.

―Qué guapa estás -le dijo él.

―Gracias, tú también -respondió ella con un poco de rubor. A decir verdad, solo se habían visto para follar en el último mes, así que aquello era lo más parecido a una cita de verdad.

―Creo que vamos a estar a gusto, Nuria y Ana se lo han currado y por ahora no he visto a nadie indeseable por aquí.

―¿A quién te refieres? –“lo sabe “pensó. “Lo sabe y no quiere decírmelo, todos lo saben, todo saben La Verdad”.

―No, a nadie en particular, ya sabes los típicos glipollas abusones, parece que no ha venido ninguno

―Ah sí, claro. No, esos no han venido -el corazón le latía muy deprisa.

Iban andando, daban la vuelta al edificio buscando la entrada principal. Charlaban, pero ella no escuchaba nada, ella solo la veía allí, a lo lejos, entre los pinos. La Puerta Blanca. Allí como un espectro. Sintió que se iba marear

―¿Estás bien? Estás pálida de repente.

―No, estoy bien, solo quiero entrar ya.

Cruzaron la puerta principal. El hall estaba lleno de gente, todos sus antiguos compañeros, y sí, había calvas y barrigas, algunos y algunas recauchutadas, otros más naturales, pero todos parecían felices de verse y reinaba un buen ambiente. Ella buscó nerviosa algo a lo que tener miedo, pero no había nada, todo estaba en orden, pero El Frío lo tenía metido en la espalda y por momentos se arrepentía de haber ido.

―¡Hola! ¡Pero qué guapos estáis por favor, qué bien os conserváis! ¿Habéis venido juntos? ¡Hay cosas que nunca cambian!

Nuria parloteaba como la cotorra que siempre había sido y su acolita Ana la rondaba como un pequeño colibrí que extrajera el néctar de la flor para alimentarse. Efectivamente había cosas que no cambiaban nunca.

―Sí, hemos venido juntos, hay cosas que no cambian, no, aunque algunas por fortuna sí ―respondió ella, con una carga intencionada de mala leche.

―Bueno, pues os podéis sentar donde queráis, nos han acondicionado el gimnasio con mesas redondas, todo muy americano, pero aquí nos va a salir más barato que en un restaurante y así recordábamos mejor los viejos tiempos. Ya está casi todo el mundo, solo faltan algunas personas, entre ellas Guillermo, que dijo que no vendría, pero al final se apuntó a última hora

El corazón se le paró y comenzó a sudar. No podía ser verdad, no podía ser que Él fuera a estar allí, aquello no era real, de repente su peor pesadilla se estaba materializando ante ella con total claridad. Iba a desmayarse y a vomitar, o a vomitar primero y desmayarse después. Iba salir corriendo, iba a matar a Nuria y luego a Ana por haber organizado aquella estúpida comida, iba a asesinar a Roberto con sus propias manos por haberla animado a ir. Iba a meterle fuego al maldito edifico con todos dentro y sus gritos de súplica y de dolor serian música para sus oídos. Roberto la miraba boquiabierto, ella estaba pálida y El Frío la dominaba.

―Oye, ¿te pasa algo?

―No lo sé, no sé si quiero irme, no me encuentro bien.

―Vamos, ya no nos vamos a ir, además viene el Guillermo ese, que era un chulo de cojones, tengo ganas de echármelo a la cara. Me robó un par de novias ¿sabes?

El encuentro

Cuando Él llego, le pareció más bajo de lo que recordaba. De cuerpo no estaba mal, un poco de barriga, muchas entradas y algo de cortinilla en la coronilla. Tenía las mejillas muy coloradas, y hablaba muy alto, parecía que estuviera borracho. Con esa camisa, que le marcaba toda la barriga, y esa cara parecía un parroquiano de un bar cualquiera de un barrio cualquiera. Se dio cuenta de que, efectivamente, iba borracho. Ella se concentró en su plato de comida y en las conversaciones de su mesa, pero lo sentía allí sentado, a unos metros, y podía sentir El Olor y El Frío de nuevo por la espalda. Él la había mirado por el rabillo del ojo, pero no se había acercado, no se iba a acercar. No. Había venido, sí, pero mal vestido y borracho a una reunión de colegio… y eso no era habitual. Quizá antes de venir hubo de coger fuerzas y por eso estuvo bebiendo. Otro dato que le llamó la atención fue que no venía con su mujer. Hablaba de ella todo el rato, pero no la había traído. Borracho, mal vestido y sin su mujer. Con calva y barriga y más bajo de lo que ella lo recodaba.

De repente sintió una fuerza, algo que no sentía desde hacía años, desde Que Hizo lo que Tenía que Hacer, por su bien y por el de su familia. Sintió una energía, un despertar y lo vio todo claro. El destino, la vida, la casualidad se lo había puesto delante para zanjar la cuestión. Sí, eso había ocurrido. Todo había sido fruto del azar y no. El grupo de WhatsApp el encuentro con Roberto, su relación, su admisión en la comida y la llegada inesperada de Él no eran otra cosa que circunstancias propicias para acabar de una vez con todo aquello.  Enterrarlo de una vez. Y eso iba a hacer.

Buscó un bolígrafo y en un papel, escribió una nota, igual a la que ella recibió ese mes de enero del 97, cuando todo se fue al carajo:

 “Te espero en la puerta blanca a la salida. No me dejes tirada, Guillermo”.

Aprovechando que ya habían acabado con los postres y que era ese momento de la sobremesa en el que todo el mundo se levanta a hablar con otras personas -incluso Roberto estaba de parloteo con Nuria- se levantó y se dirigió, muy recta y sin vacilar a donde Él estaba. Hablaba con Luis, otro que también había bebido, seguro, antes de acudir. Lo miro y él se giró. Sus ojos se encontraron, ella no habló; él estaba como aturdido, como si le hubieran dado una hostia. Ella le extendió la nota sin decirle nada, solo lo miraba a los ojos. Él recogió la nota con su mano regordeta, y la abrió. La leyó. La miró de nuevo y asintió. A ella le pareció que tragaba saliva, pero no dijo nada. Ella se fue hacia La Puerta Blanca, y él, unos segundos después, se levantó y la siguió.

La Puerta Blanca

La Puerta seguía siendo la puerta, y cómo no, estaba abierta, ella la abrió y espero. Él llegó, se tambaleaba un poco. Ella lo miraba sin expresión ninguna, solo con unos ojos fríos como el hielo. Él llego, se puso delante de ella. Era más bajo, mucho más bajo de lo que recodaba.

―¿Sabes por qué estamos aquí? ―le pregunto ella.

―Sí, creo que sí, perdona déjame que te explique yo solo he venido a la comida para verte, necesito hablar contigo…

―Entra –dijo ella.

―¿Qué?

―Que entres te digo.

La tarde era fresca, como la de aquel mes de enero.

―Bueno, pero no sé, en verdad quiero hablar antes contigo.

―Pasa adentro o te juro que te mato aquí mismo con mis propias manos.

Sentía la ira salir, pero la contuvo.

―Vale, entraré.

Entró él y luego ella, como aquel día.

Conforme entró, ella lo empujó contra la puerta y empezó a chillarle en la cara:

―¿Lo sientes? ¿Sientes El Frío de la puerta en tu espalda? ¿Sientes El Miedo? ¿Sientes el olor a sudor de tu propio cuerpo? ¿Lo sientes, gilipollas?  ¿Te gusta? ¿Te gusta, cerdo? Te gusta ¿verdad? Eres un capullo, me jodiste la vida, Guillermo, me jodiste la vida. Eres el peor ser humano que he conocido en mi vida.

―Lo siento yo no quería, yo no sabía lo que hacía, éramos muy jóvenes, yo solo quería enrollarme contigo, como todos en aquella época, pero algo pasó…

―Pasó que yo me resistí y tú me forzaste, ¡dilo!

―¿El qué?

―Di, di lo que me hiciste.

Ella lo apretaba contra la puerta y le gritaba en la cara. Parecía el que él se fuera a echar a llorar. Temblaba, olía a alcohol.

―No, no lo diré.

―Dilo, joder o te juro que te mato, te juro que te meto el palo de la fregona por el culo.

―No.

―¡¡Dilo, joder!!

Lo zarandeaba, lo estampaba contra la puerta, le gritaba.

―¡¡Vale está bien, está bien!! Sí, te violé, lo hice, te follé contra tu voluntad, te tapé la boca y te follé.

―Di más, di más cosas.

―Te traje aquí con un engaño y te lo hice contra tu voluntad, lo hice. Pero ya no puedo volver atrás, y solo puedo disculparme, por favor, soy otra persona, rehíce mi vida, tengo una mujer… tengo dos hijas…

―¿Hijas?

―Sí, dos niñas y fue al tenerlas a ellas, al pensar que algún día alguien pudiera hacerles algo, como lo que yo… como lo que yo te hice a ti… fue cuando me di cuenta. Quise buscarte, pero nadie sabía dónde estabas.

―¿Sabes dónde estaba? ¿Sabes lo que pasó después?

―No.

―Me quedé embarazada de ti, imbécil, ¿qué esperabas que pasara? Teníamos diecisiete años, joder.

―¿Tienes un hijo mío? –los ojos se le salían de la cara.

―¿Un hijo tuyo? Jamás tendría un hijo de semejante abominación de la naturaleza. No, fui y aborté en una clínica, pero no en una clínica como las de ahora no… ¿sabes cómo eran las clínicas para abortar en los años 90? Dios, qué mierda, lo aborté y no me arrepiento. Hice lo que tenía que hacer, tener un hijo tuyo hubiera sido un castigo. Una condena de por vida.

Él lloraba, encogido, ella pensó que era el ser más patético que había visto en su vida.

Abrió la puerta y Guillermo cayó hacia atrás, hacia el suelo. Ella pasó por encima y cuando estuvo al otro lado se volvió y le dijo:

―Reza a Dios, o a quien quieras, para que nunca conozca a tu mujer porque entonces seré yo quien te joda la vida, y reza para que a tus hijas nunca les pase nada, aunque tenerte a ti como padre ya es bastante desgracia.

Guillermo se quedó en el suelo, lloraba y gemía algo parecido al perdón, pero ella ya no lo escuchaba. Ella andaba. Y recordaba todo:  la nota de aquel mes de enero, frío; por qué había acudido a la cita.

Sabía cómo se las gastaba Guillermo, pero por eso fue, pensaba que se darían el lote y ella tendría algo que contar el día siguiente, pero no. Él la había metido en el cuarto de la fregona y la había estampado contra la puerta. La puerta estaba helada, pues era de chapa, y ella quería liberarse, pero no podía, entonces él era mas fuerte que ella y le tapó la boca y sintió el olor, el olor a sudor, él había estado jugando al futbol esa mañana en el patio.

Ella lo había visto, ya tenía la nota entonces, pero no se imaginaba aquel final. Entonces pensó qué afortunada era de haber recibido la invitación para encontrarse; se sentía alguien especial. Muchas veces en su vida había vuelto a ese momento, para desear haber dado marcha atrás.

Ese día, él la había penetrado contra su voluntad, ella había gritado, pero con la boca tapada y, además, a esa hora no había nadie en el colegio. Ella había sentido dolor y desgarro y como él se vaciaba dentro, y cómo luego se había derrumbado sobre su hombro. Para entonces ella lloraba y él no le hablaba. Solo jadeaba en su hombro. No les daba importancia a sus lágrimas, le decía: “La primera vez siempre duele, no te preocupes”. Pero para ella no era su primera vez y esa fue su condena.

Habían salido, ella sentía que el mundo daba vueltas. Él la había llevado a casa en su moto, la había dejado en la puerta y se había marchado, no sin darle un beso.

Subió a su casa y se tumbó en la cama.  Lloró durante horas, luego pensó en denunciarlo, pero ella había ido a la cita, ella había acudido y pensó que nadie la creería. Con su reputación, nadie la creería. Era su culpa, por ser libre, por actuar como un hombre, ahora le había pasado esto y nadie iba a creerla. Su hermana mayor ya le había advertido: “Un día te llevarás un susto, ya lo verás”. Durante días se culpó y evitó a sus compañeros, la vergüenza y la culpa caían sobre ella. Guillermo seguía como si no hubiera pasado nada. 

Entonces vino el retraso y la prueba y el positivo.

 Y quiso morirse.

Pero siempre hay amigas, amigas que conocen sitios. O hermanas mayores.

Sitios sórdidos donde te hacen cosas, cosas que te hacen daño. Cosas que consigan que jamás queras volver a sentir algo dentro de ti.

Y ese verano, rechazó a Roberto, que había sido su amor durante todos los cursos, y con el que había soñado. Lo rechazó porque la sola idea de sentir un cuerpo masculino encima de ella o dentro de ella le daban ganas de vomitar.

Y rechazó a muchos otros después, hasta que el paso del tiempo convirtió la herida en costra y la costra en cicatriz.

Pero todo había pasado ya.

Las cosas no importaban, se sentía ligera de equipaje. Se sentía libre.

Recodando todo esto se dio cuenta de que estaba en su coche. Llamó a Roberto.

―Roberto, mira me voy a ir, no me apetece más estar aquí.

―¿Ahora? Oye ¿dónde estás? llevo un rato buscándote.

―Estoy en mi coche, me dolía la cabeza, demasiado vino, ya sabes.

―Bueno, como quieras, ¿te veo esta semana?

―Sí, háblame, ya veremos, me imagino que sí. Pero mira, no en mi piso… ¿qué tal una cena? Algo que implique estar vestido.

―¿Una cena? Vale, genial algo diferente, me parece bien.

―Gracias por no decirme que no.

―Yo nunca te dije que no.

―Lo sé. Hablamos esta semana.

Salió del descampado que hacía las veces de aparcamiento y lo último que vio fue a Guillermo metido en su coche también, parecía que lloraba.

No le importó. Salió y condujo.  Condujo toda la tarde y parte de la noche.

Deja un comentario