Lugares para recordar
Manuela Moriana Moles

Una casa son paredes. Un bar es un establecimiento dónde se sirven comidas y bebidas. Un coche es un vehículo de cuatro ruedas que sirve para desplazarse. Pero no todas las casas, ni todos los bares, ni todas las estancias, nos evocan lo mismo; aunque compartan el mismo vocablo que las define. No me refiero solo al abanico que va desde lo humilde hasta lo ostentoso, sino a su alma.

Creo firmemente que muchos objetos y estancias que nos rodean, quedan incrustados por destellos del alma de quien los habita, los posee o pasan por ellos. Ese es el valor que subyace en sus entrañas, a pesar del tiempo, que las mantiene, las hace aún más valiosas o las consume hasta que dejan de existir.

Recuerdo el primer coche de mi familia. Un Seat 127 de color blanco, comprado en los años setenta. Por supuesto tenía tres puertas «vaya a ser que se tiren los niños del coche en marcha». Esa era la razón que daba mi padre sobre su elección, frente a un cinco puertas. Creo que se le olvidaba decir que también era más barato. Por supuesto no contaba con cinturones de seguridad en los asientos traseros, ni reposacabezas.

Mi madre, siempre preocupada por la higiene, pronto le buscó unas fundas tipo alpujarreño que eran de lo más moderno, y una medalla de la Virgen de la Cabeza que por medio de una cinta colocó sobre el soporte del espejo retrovisor, como si de un esbelto cuello se tratase. También dejó dos cubos pequeños de playa en el maletero, que siempre cogíamos mi hermano y yo, antes de emprender un viaje, por si de pronto había que vomitar y no se podía parar.

Así empezamos a movernos por las carreteras nacionales, que en esos tiempos eran la mayoritaria, y a veces, la única forma de desplazarse de un lugar a otro. Recuerdo esos viajes con mis padres y mi hermano. Aquellas carreteras plagadas de curvas, aquellas horas que se hacían eternas y dónde la frase que más se repetía dentro del habitáculo era la de “papá ¿Queda mucho?”.

Me resulta curioso pensar en cómo se mezclaban los olores.  El de la gasolina al repostar, que no sé por que mecanismo acababa en el interior, el del tabaco que fumaba mi padre y el del perfume de mi tía abuela, que solía acompañarnos. No era extraño marearse ante semejante explosión olfativa.

Muchas veces, cuando fui lo suficientemente alta, debido a mi propensión al mareo, me dejaban sentarme en el asiento del copiloto y allí vivía el trayecto de una manera muy especial. Mi padre me iba contando por el camino:

―¿Ves  esas líneas de alta tensión?

―¿Qué son líneas de alta tensión? papá.

―Pues son cables que transportan la electricidad a muchos voltios hasta llevarlas a las casas. Poco antes de llegar, un aparato la transforma en un voltaje mucho menor, para que pueda usarse. Bueno, pues esas líneas las hemos montado mis compañeros y yo. He estado subido arriba del todo ―aclaraba mi padre. Yo no lo entendía demasiado bien, pero estaba segura de ir sentada junto a la persona que más sabía y la más valiente del mundo.

―Mira, a tu derecha ¿ves como los girasoles están inclinados hacia los rayos del sol?

―Si, ¡es verdad! ―exclamaba con sorpresa. Definitivamente estaba sentada junto a la persona más inteligente del planeta.

Los viajes estivales a Barcelona, para ver a mi abuela, eran toda una odisea que llevaban más de doce horas de trayecto. Hacíamos algún descanso para comer, estirar las piernas e ir al baño en alguna gasolinera. Llegábamos con los pies hinchados, por las horas sentados sin poder estirarlos, pero con una sensación de triunfo en el pecho, tras haber realizado tan gran hazaña.

Para siempre quedará en mi memoria la estampa de Valencia -la primera vez que vi la ciudad, conforme nos acercábamos a ella con las primeras sombras de la noche- apostada junto al mar que la arrullaba, magnífica y espléndida.  Así mismo quedaron grabadas las imágenes que pasaban rápidamente por las ventanillas, las de la Costa Blanca y la Costa del Azahar, extraordinarias vistas, que nos regalaba el camino, al atravesar la AP7. Llegó el momento en que el coche se hizo viejo y mi padre lo cambió por otro utilitario, que también nos dio su servicio; pero los recuerdos de mi infancia, de mis padres jóvenes y del padre que lo sabía todo, quedaron para siempre vinculados, en gran parte, a ese montón de hierros, en el que viví las aventuras más apasionantes de mi niñez.

Deja un comentario