Luna llena
Angélika Zenner

En las noches de luna llena y brisa tibia, a Federico no le gustaba cerrar sus ventanas. Dejaba los postigos abiertos para que la cálida luz penetrara sin obstáculos en su habitación y poder sentir la caricia de sus rayos directamente sobre su piel. En esas noches de terciopelo negro y seda blanca, se abren las puertas de los sentidos y, como si de un encantamiento se tratara, el velo que separa el mundo de los muertos del de los vivos se rasga, permitiendo que ambos se mezclen y penetren en nuestras mentes aquellos que ya no existen.

De golpe y sin mediar razón alguna, la persiana cayó sobre el escritorio, provocando que la tinta se derramase, y una gran mancha de sensuales contornos se expandió por las hojas que allí se encontraban.

—No te asustes Federico, soy yo. La que tanto contemplas desde tu ventana. ¿Te creías que no me daba cuenta de cómo me observas en las noches de luna llena? Lo noto, noto cómo tus ojos negros me observan desde la ventana como si fueran los de un búho esperando que pase su presa. Son tan intensas y tan puras a la vez tus miradas, que no he podido resistirme a visitarte y a conocerte en persona.

Federico, sorprendido, se había retirado dando un paso atrás, y miraba como un gato pasmado a la figura que al contraluz de la luna le estaba hablando junto a la ventana.

—Mariana, ¿eres tú?

—Sí, soy yo. No te asustes —respondió Mariana con una blanca sonrisa en los labios—. Desde lo alto de mi pedestal, en mi inerte postura, puedo observar todo lo que pasa a mi alrededor. Y tus ojos ¡ay, tus ojos! son como dos luceros que se me clavan en el alma con los puñales de tus preguntas.

—Mariana, perdóname. Perdona esta inquieta curiosidad que perturba tu eterno descanso. Tu presencia vigilante y tu estoica actitud provocan en mí tantos interrogantes que mi mente se acelera y no deja de hacerte preguntas.

—Federico, no sufras, todo lo que me preguntabas con tus ojos yo lo sentía, te quería contestar pero tenía que esperar a que la luna llena me dejara. Todas tus inquietudes traspasaban mi coraza de piedra, y se filtraban en mi mente como la luz de la luna se filtra por el vidrio de tu ventana. Es el momento, pregunta todo lo que tú quieras.

—Mariana, son tantas las cosas que quiero saber de ti que no sé por dónde empezar. Tantas noches mirando tu sombra, que ahora las palabras se me ahogan antes de salir de mi garganta.

—Federico, todo lo que tu corazón quería saber es cierto. Todo fue ejecutado por un despecho. Nunca rechaces al que tiene en sus manos sangrientas el poder de decidir tu muerte, si es que quieres seguir vivo. Mujer he sido, y como tal he querido luchar por los derechos que como persona me pertenecen. Y como mujer, he tenido que pagar el alto precio de no someterme al poderoso, de no someterme a aquél que con sus largos brazos manipula y usa a su libre voluntad. El largo camino hacia mi destino se fue tejiendo al igual que la oportuna bandera que me llevó a la muerte. Sólo una excusa fue  necesaria para que en esa primavera de rosas rojas se cerrara mi destino, quizás antes de tiempo.

—He amado —continuaba Mariana, con vehemencia, ante un Federico maravillado— y he sufrido por no poder disfrutar lo amado. Federico, igual que tú ahora, no me era permitido. La sombra larga que me acechaba procuraba que cada paso que daba me acercase al final que me tenía ya escrito. He sido fuerte y no han podido más que matar mi cuerpo, mi carne. Pero mis ideales, mi espíritu y mi lucha seguirán latentes. Callaron mi boca, pero crearon el mito y perpetuaron las ideas a través del tiempo. Y serás tú, Federico, el que le darás forma y registrarás para el mañana todo lo que fue. Tú, escritor de mujeres, el que nos da la voz, el que nos retrata cuando nos pisan y esconden, perpetuarás mi memoria y mi lucha….

De repente, un gran crujido interrumpió la conversación, y el suelo empezó a temblar con violencia. La lámpara y los cuadros de la habitación amenazaron con caer al suelo. Parecía que desde su tumba, aquel que tanto la quiso poseer, reclamaba su derecho a callarla. Fueron largos minutos de movimiento y, al fin, cuando todo volvió a su quietud, ella había desaparecido.

Federico, desesperado, corrió hacia la ventana con las piernas aún temblando, y una sonrisa iluminó sus grandes ojos. A los pies de ella, de su estatua, florecía un rosal rojo donde antes no había más que malas hierbas.

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