Perro
Bárbara Muñumer

De lejos veía las luces chorreantes del polígono de la ciudad. Los cristales del coche estaban empañados. La carretera era estrecha y las luces la mal iluminaban. Julio encendió la radio y escuchó una miserable canción navideña. La apagó de inmediato y suspiró. Era Navidad. La primera vez que la iba a pasar solo, sin su hijo.

Había dejado atrás esos enormes y feos cubículos grises para encontrarse en una tierra yerma, ahora convertida en un lodazal. La noche ya era cerrada, iluminada por una tenue luna roja, como una sonrisa torcida. Volvió a llover suavemente. La luna se convirtió en una boca sanguinolenta.

Conducir siempre le había servido como desahogo. Recordó cuando era joven y estudiante en la Escuela de Artes. Tendría más o menos la misma edad que Marco ahora. Una vaharada de trementina y óleo le inundó el cerebro. Sus compañeros y él habían hecho una fiesta en su piso. Nunca supo cómo se llamaba aquella chica de pelo lacio y sonrisa burlona. Mientras escuchaban I don’t wanna grow up, de los Ramones, ella le dio una botella de vodka. Recordó la quemazón en la garganta y, después, la chica sin nombre, le metió en una de las habitaciones, pero ya estaba ocupada por un par de universitarias retorcidas en la cama. Intentaron el aseo, pero allí, su vecina loca estaba comiendo espaguetis con tomate mientras tomaba un baño de espuma. En el pasillo, un grupo de hippies hacía malabarismos con tarros de cristal. Al final, se metieron en el ascensor. Sonrió cuando volvió a ver ante sí aquella piel tan cubierta de pecas que parecía bronceada. Nunca volvió a saber más de ella. Había intentado dibujar su rostro infinidad de veces, pero jamás le había salido bien. ¿Por qué la estaba recordando ahora?

Giró una curva peligrosa a más velocidad de la que debía, y vio un perro atropellado con las tripas como lampreas. En seguida metió el embrague y el freno al mismo tiempo. Una vez que dejó atrás la carroña, pensó en el pragmatismo de la naturaleza. Los viejos eran abandonados porque ya no servían. Los perros, cuando sabían que ya estaba cerca su hora, se marchaban para morir solos. También ocurría eso en ciertas culturas. En la suya, ya se encargaban los jóvenes de abandonarlos como a perros.

A lo lejos se divisaban las luces blancas de una gasolinera. Julio empezó a aminorar la marcha. Rodeó varias veces el lugar. No sabía si quería parar o no. Al final, aparcó mal frente a la puerta de la estación de servicio. Al bajar, una ducha fría lo empapó. Un Papá Noel como una muñeca hinchable gorda le dio la bienvenida. Cruzó las puertas. A su izquierda había una barra. Una mujer con ojeras estaba al otro lado del mostrador, mirando su teléfono. Cuando le vio entrar, bajó el nivel de una tele engalanada con espumillón amarillo, en la que una pareja vestida de etiqueta felicitaba el Año Nuevo con uvas y champán.

¾Feliz Año, ¿qué desea?

¾Igualmente. Una botella de vodka.

¾¿Para tomar aquí?

¾No, gracias.

Julio le pagó y salió de allí lo más rápido posible. Se metió en el coche y se abrasó la garganta como hiciera hace unos treinta y pico años. Después, sacó el brazo por la ventanilla, tiró la botella al suelo y lo dejó como un reguero de lágrimas. Hacía tan solo unos días que Marco le había dicho que se marchaba de casa porque se iba a vivir con aquella Cleopatra pija de dientes puntiagudos y blusas rosas. Ahora, él, Julio, era el perro, nada más que un perro abandonado. Algún día, el perro lo sería su hijo. Cogió el volante y empezó a conducir como hacía muchos años. Más y más rápido. Más, más, más. La lluvia arreciaba como nunca. La carretera estaba desierta y era libre, libre y joven de nuevo. Al fondo, una curva pronunciada, más adelante, una mancha borrosa. ¿Un árbol? ¿Otro coche? ¡No, no! ¿Era ella? ¡Sí! ¿Una chica? Una chica de pelo lacio y piel cubierta de pecas, sí, era ella.

2 comentarios en «Perro<br>Bárbara Muñumer»

  1. Me ha encantado. Me ha parecido muy duro e impactante.

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