Lo descubrió una tarde de viernes en las tiendas ambulantes del Paseo Marítimo. ¡Era tan tierno! Su carita suave y mofletuda, su naricilla respingona, su sonrisa de bebé satisfecho. Y entonces recordó. Era la misma sonrisa de Rubén, su primer amor, su amor imposible. Aceptado al principio, con gran satisfacción, por sus padres, fueron estos mismos padres los que la obligaron a romper meses después, cuando se enteraron de que él estaba divorciado y tenía dos hijos.
Con el tiempo vino otro amor y unos hijos, pero Rosa María nunca olvidó a Rubén, y en los periodos de locura, de ensoñación, que seguían a las continuas crisis de su matrimonio, dibujaba a otros niños, los hijos que habría querido tener con él, y les ponía nombre y apellidos (de primero, Frutos como el novio malogrado; y de segundo, de León como ella). Los niños Frutos de León, además de en su imaginación, existían en los papeles, donde ella dibujaba sus caras una y otra vez, escribiendo siempre sus nombres y apellidos al pie del dibujo.
Y aquel viernes, cuando ya sus hijos (los de verdad) se habían casado y ella vivía sola, lo vio. Encontró al reborn. Por fin halló al hijo soñado en aquel paseo marítimo, y lo compró, y se lo llevó a casa. Allí lo guardaría durante los nueve meses de embarazo. Y ahora, con cincuenta y ocho años bien cumplidos, comenzó a sentir las náuseas y cómo la barriga le aumentaba por días. Más tarde vinieron los ardores, que se hacían más soportables en cuanto se asomaba el armario donde reposaba Rubencito, esperando el día de su nacimiento.
Y comenzó a preparar la canastilla, los faldones, los jerseys, los zapatitos, las capitas para el baño, los gorros… En fin, un ajuar precioso. Más bonito que ninguno de los preparados hasta ahora, pues su ilusión hoy era mayor que cuando fue madre las otras veces. Y pasaron los nueve meses, y Rosa salió a la calle, y compró un cochecito de bebé para Rubencito ¡Qué orgullo cuando lo instaló en él y salieron los dos juntos de paseo! Cómo disfrutaba mirándolo, sus ojitos cerrados, su carita plácida, la sonrisa de Rubén padre. ¡El parecido era asombroso! Cada día se parecía más a Rubén, a su amor. Y ella, orgullosa, lo sacaba todos los días. Por las mañanas, al Parque y por las tardes, al Paseo. Ella sola. ¿Para qué necesitaba a nadie más, si ya tenía a su Rubencito?
Disfrutaba mucho con su cuidado, como cuando le balbuceaba desde el cambiador aquellos sonidos tan simpáticos, o cuando repetía las últimas sílabas de sus palabras; también cuando se reía porque le hacía cosquillas en las plantas de los pies e incluso cuando eructaba o emitía palabras de protesta porque lo llevaba a la cuna. Era adorable.
A menudo Rosa lo envolvía en su manta favorita y se recostaba con él en la cama. Le gustaba dormirse notando el latido del corazoncito del niño sobre su pecho. Pero aquel día, de súbito, se paró, dejó de latir. Fue como si se hundiera la tierra. Ella empezó incluso a marearse. Lo movió, lo miró, lo volvió a mover… y ¡nada! Desesperada llamó al taxi y se dirigió al Centro de Salud más próximo. Allí explicó los síntomas del niño y mientras el doctor le hablaba, Rosa notó que se volvía todo negro.
Cuando despertó estaba en una habitación desconocida, de paredes muy blancas, limpias, desnudas. Enseguida preguntó por Rubencito y también “¿qué hago yo aquí?” Y entonces recordó cómo las enfermeras, muy amables, la habían acompañado a aquel otro hospital, donde ¡mira tú qué suerte! le habían dejado una habitación para ella sola, en la que podía esperar tranquila las noticias sobre Rubencito, sobre el estado de su niño. Esperanzada, pensaba que ya nada conseguiría separarlos, pues ahora que había encontrado a Rubencito, pronto vendría también el padre, alertado por la enfermedad.