Lejos de ti
Amador Aranda

Y pasarán veinte años, o treinta, y seguirás convirtiéndote en un niño asustado cada vez que vuelves al pueblo. El corazón se encogerá al doblar la curva con el coche y ver de lejos la montaña. Volverás a tener veinte años, (o menos) como si lo vivido, que es mucho, no hubiera servido para nada, no tuviera valor, no hubiera sido, o lo hubieras soñado. Volverás a ser la persona tímida y sin recursos que eras, callada y dulce, un mendigo de afectos y de vida, un raro entre los raros.

De nada te servirá explicar a ese pasado sin nombre que reina en tu pueblo que has vivido, que has amado, que has viajado, que has sentido, que has aprendido, que has cambiado. Porque el tiempo en el pueblo está detenido, no ha avanzado ni un solo día desde que te marchaste, desde que huiste de ti mismo, porque el mundo no se ha movido, cimentado en unas normas que sigues sin entender, pero que lo dominan todo y que te quieren dominar a ti a base de golpes de metal afilado y de palabras hirientes, que nunca entenderás, pero que te esperan detrás de cada esquina y que te preguntan si te has casado, si ya tienes trabajo fijo, si has cambiado o sigues siendo la persona fracasada que se marchó, o peor aún, palabras nunca dichas, silencios que duelen como puñal en el corazón.

Y pensarás en ella y querrás borrar el pensamiento, porque ella vive ahí, ella es el pueblo del que te marchaste.

Vuelves para encontrarte con esa parte de ti que ya no vive, pero que en cierto modo añoras, y lo haces a escondidas, sin llamar a nadie, sin que el pasado se instale en tu vida, pese a que el tiempo pretérito habita en cada esquina. Te escondes en el pueblo del mismo pueblo, en casa de tus padres, como si al hacerlo los golpes se amortiguaran, sin enfrentarte a la realidad que siempre es la misma. Porque no eres nadie sin ese niño que creció en el pueblo y que el azar lo alejó de allí, porque no eres nadie sin los recuerdos que se guardan como alhajas en el alma y que de vez en cuando curan y acarician, sanan los dolores del presente a base de memoria y de olvido. Porque no eres nadie si rechazas de donde vienes, porque no eres nadie sin saber que el pueblo te sigue juzgando.

Y escuchas su nombre en boca de otro, como si todo el mundo asumiera que volveréis a estar juntos, que vuestra historia de amor es, era, más fuerte que la distancia y que el tiempo.

Y pese a esconderte, el pasado te encuentra. Un amigo te invita a la presentación de su libro y vuelves a la Casa de la cultura, donde pasaste tantas horas. Todo sigue igual, todo está como hace veinte años, como la casa de los tíos de doña Rosita la soltera, varada en un pasado que no se quiere mover, que no sabe que está anclado y que necesita cambiar, estancado como un pequeño lago, lago que necesita revivir con la fuerza de un río caudaloso que lo rebose por completo de vida. Paseas por las estanterías de la biblioteca que tantas horas te acogieron y el corazón se encoge de repente, sin avisar, más asustado que tu misma realidad.

Y te acuerdas de ella, otra vez, otra vez ella. Y vuelves a los veinte años, a las dudas, a los miedos que creías superados y otra vez, otra vez tú, otra vez aparece el niño que habías olvidado. La gente te devuelve a esa edad, la gente con la que te encuentras hace que titubees de nuevo en tus conversaciones, que te sientas inseguro, que no seas la persona en la que te has convertido. El pueblo te vuelve a hacer de pueblo, te vuelve a poner en el lugar que te impusieron y del que escapaste, sin decir adiós, sin dar explicaciones, haciéndoles ver a los demás que lo que te habían preparado no era para ti.

Que el amor no dura siempre ni lo puede todo.

Y sin darte cuenta, te buscas y la buscas, abres el teléfono y piensas en llamarla, pero no lo haces y  la oscuridad te absorbe el corazón desde dentro. Preguntas por ella cuando por la calle te saludan y te dicen que estás igual que cuando te fuiste. Y te dicen que ella se casó y se divorció, y tuvo un hijo y vive sola. Y vuelves a pensar que quizá llamarla es una buena idea, pero no lo haces, porque eso sería decirte que te has equivocado, que marcharte fue un error.

Entre la tristeza, encuentras una luz inesperada, la luz del que se sabe privilegiado, la luz del que se va después del fin de semana, la luz del que no volverá, la sabiduría del que vive en muchos mundos diferentes, del que ha escapado y ha sabido sobrevivir, del que no pertenece a ningún lugar y puede vivir en todos lados, del viajero que lleva el corazón consigo, que ya no le espera en ningún pueblo, en ninguna ciudad, un corazón que vive en mundo sin miedos.

Haces de nuevo la maleta y te despides. No volverás en un año, o en dos. Camino a la estación la ves. Ya no es la chica de hace veinte años, ya no eres el chico de hace veinte años. Te acercas a saludarla, porque el azar no siempre es generoso. Ella está con su hijo y apenas te mira. Le dices un tímido hola, y ella te responde, apenas sin mirarte, hola. Y se va, sin reconocerte. Se va sin decir adiós. Se va y se despide de ti, para siempre. El mundo es tan grande entre vosotros que no hay lugar para el recuerdo.

Subes en el autobús y miras la montaña, las casas que se derraman como cera de una vela encendida. Y tu mirada vuelve al frente. A la vida que te espera, dejando atrás un mundo que se torna niebla y sal, que va sumando años: todos los que el presente te premia con nuevas y diferentes experiencias, lejos de allí. Siempre lejos de allí.

2 comentarios en «Lejos de ti<br>Amador Aranda»

  1. Nunca podremos recuperar el pasado, tan lleno de vida nuestra… Ahora, que muchos estamos fuera de nuestras raíces, vivimos a caballo entre enredarnos con el pasado, por no perder ese norte, o seguir viviendo a tope el presente que nos da aún mas vida. Depende del deseo de sufrir o de sanar para siempre.
    Buena historia.

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