Todos los meses hacíamos el mismo recorrido, salíamos de casa con una bolsa de tela, de esas de toda la vida, y dentro llevábamos una o dos revistas ya muy releídas. Mi madre y yo solíamos cambiarlas por otras nuevas a cambio de entregar al estanquero una peseta, así ya teníamos “revistas nuevas”. Era la costumbre de aquellos tiempos en mi querida ciudad de Las Palmas. Igual que lo de entregar los cascos vacíos de la leche en la tienda que estaba situada debajo de nuestra casa.
Yo era muy pequeña, apenas contaba con unos seis o siete años, cuando mi madre me decía: “vamos a por revistas”, y poniendo un gran lazo en mis largas trenzas salíamos directas a la calle. Y yo contenta por salir de paseo de la mano de ella. ¡Qué alta y guapa la veía! Claro, es que yo era muy pequeñita. Para llegar al estanco teníamos que coger el número 9 de la guagua (autobús), el que iba a Vegueta, la zona antigua de la ciudad. ¡Cuánta historia se concentraba por aquellas callejuelas de empedrado canario! Cuando poníamos pie en la acera yo me apresuraba a coger la mano de mi madre y ella la sujetaba suavemente, qué gusto sentir su calorcito entre mis dedos.
Recorríamos unas pocas calles llenas de palmeras muy altas, o eso me parecía a mí. Al rato, ya nos encontrábamos cruzando el popular Puente de Piedra, por debajo habitaba el viejo Barranco de Guiniguada, que casi siempre llevaba algo de agua por las lluvias de otoño y primavera. Eran las estaciones en que más llovía en las islas.
Me gustaba pararme a mitad del puente y por los barrotes de la barandilla observar ese hilo de agua que corría en pendiente hasta llegar a desembocar en la zona del Castillo de Santa Catalina. Por cierto, castillo fundado por antiguos mallorquines llegados a las islas, allá por el año 1380 aproximadamente.
Pero no quiero desviarme del relato sobre mi querido Puente de Piedra, ese que tantas veces crucé de la mano de mamá o de papá. El paseo significaba que, a la vuelta a casa, mamá me compraba un dulce (pastel). Y yo tan contenta. Impaciente, esperaba al mes siguiente para pasar por el puente y cambiar las revistas ya leídas. Yo no las entendía muy bien, veía fotos de mucha gente en las páginas, a esa edad ya leía de forma bastante suelta, pero esas noticias no eran cuentos, que eran lo que más me gustaba.
Y fui creciendo, y seguía cruzando mi querido puente, ya fuera con amigas del instituto o con mi madre. Siempre ahí, piedra de antaño, dura y gris, que observaba a todo caminante, con la huella de cientos de historias que allí sucedieron. Y es que las islas fueron invadidas por muchos pueblos, ya fueran de África como del continente llamado Europa. Así se fue conformando la población, se construyeron edificios, iglesias, conventos, pequeñas haciendas o casas de campo de ilustres ricachones.
Pero llegó un día, y desapareció mi querido puente, ese que tantos recuerdos me hizo disfrutar. Y unas grandes máquinas, de brazos gigantescos empezaron a excavar todo el barranco. Cada piedra del puente fue saliendo de su sitio con lentitud y nostalgia. Se iban las historias de cientos de años canarios. De personajes y caminantes curiosos, humildes y llenos de vida.
Los gobernantes habían planificado hacer una gran autovía para llegar más fácilmente a los alrededores y pueblos del centro de la isla. Un día se terminó la obra, y fue inaugurada por las autoridades locales. Ese acontecimiento tan importante para la ciudad llegó a salir en casi todos los periódicos de todas las islas. El paisaje era diferente, novedoso, quizás llamativo, pues se habían colocado muchos semáforos, pasos de cebra, rotondas con las líneas en blanco sobre el negro asfalto, paneles en lo alto de unos postes indicadores de calles y pueblos. Claro que fue todo un acontecimiento la creación de aquella autovía puesto que facilitó mucho la conducción, siendo más rápido y fácil llegar al destino indicado por la hilera de tantos postes informativos.
Mi querido Puente de Piedra se había ido para siempre, ya no podría asomarme a su barandilla y soñar por un momento la historia antigua. Ya no podría observar el agua que bajaba de las montañas, ni tampoco los patos y otras aves que vivían en las márgenes del barranco. La imagen rancia y vieja del puente y alrededores solo quedó plasmada en postales para turistas o coleccionistas. Todo se había ido transformando sin yo quererlo y crecía a velocidad inimaginable. La modernidad se imponía con fuerza.
Creo haber perdido algo de mi historia infantil y adolescente, pero hay otra que se queda grabada para siempre en un cajoncito de mi sesera, y que duerme plácidamente. Simplemente hoy decidí sacarla a pasear bajo un sol tibio de otoño y con algunas nubes, esas que nos regalan los queridos y húmedos alisios.
Posdata: Ya no existes, Puente de Piedra ni Barranco de Guiniguada. Ahora es todo de color negro asfalto, con señales que nos indican por dónde caminar para encontrar la esencia de lo añejo, aquella que quedó sepultada para siempre.