Pecado capital
Arantxa Urbieta

María Iglesias de Los Santos lo había probado todo.

Desde aquella noche que su abuela, Ernestina Fajardo, le colocó el emplasto de caracoles, sus días, sus noches, su vida entera, cambiaron para siempre.

El responsable del desaguisado no fué otro que su primo Alberto Toro de Los Santos, quien se hizo famoso desde que nació y la partera pregonó, por todo el pueblo, que el niñito tenía una tranca como ella nunca vió, en un recién nacido.

Los primos se habían criado unidos. Sus madres, además de hermanas, eran vecinas y confidentes. Las casas estaban rodeadas de un pequeño jardín, tan solo separadas por un muro, con la altura justa para poder charlar sin dificultad. Inseparables, las hermanas, hacían la compra, preparaban la comida y bañaban a sus hijos al mismo tiempo. Hasta que un buen día, la abuela Ernestina Fajardo, descubrió a la niña tocando el cimbel de su primo y a este en éxtasis, con cinco años. De inmediato, resolvió que los baños comunitarios debían terminar y que cada niño tendría que bañarse en su casa. Pero la sentencia de la abuela Ernestina Fajardo, no tuvo fuerza suficiente, frente a la curiosidad de dos críos que continuaron estudiando Anatomía y resolviendo por su cuenta, las dudas y preguntas que sobre el cuerpo del otro se iban presentando. Así fué creciendo entre ellos un inmenso deseo carnal que impedía su rendimiento en la escuela y tenía a los dos con caras de no estar en este Mundo.

Tal era el deseo, que la noche en que María Iglesias de Los Santos, cumplió trece años, un veinticuatro de julio, después de la fiesta, cuando ya todos estaban durmiendo, ésta saltó desde su ventana y se coló en la habitación del bueno de Albertito, que dormía plácido, con una gran sonrisa. Al contemplar María la gigantesca tienda de campaña que su primo presentaba, no dudó en hacerse un hueco entre sus sábanas. Acarició el cuerpo del jóven, de arriba a abajo y de abajo a arriba. Besó su boca, dulce y cálida con suavidad y sintió el calor de aquel miembro, cada vez más en guardia que, sin remedio, se adueñaba de ella. Albertito se dejó hacer, sin rechistar, con la misma cara de éxtasis que puso el día de la sentencia de su abuela.

La historia se repitió cada noche, hasta el final del verano. Nadie reparó en las ojeras que los dos adolescentes arrastraban, hasta que volvieron a la escuela y Dña. Plácida Rivera, la maestra, decidió informar a los padres, que los chicos se dormían en clase y no prestaban atención. Tampoco jugaban con los otros chavales y se mostraban demasiado apartados del resto.

La abuela, Ernestina Fajardo, empezó a sospechar cuando vió a sus nietos, rascándose sus partes, todo el tiempo.

–¡Hongos! ¡Tienen hongos! – dijeron las madres a la vez, al regresar del médico, echándose las manos a la cabeza.

Así estaba la cosa, en el asunto de rascarse, que la abuela Ernestina Fajardo, se fué a recoger caracoles, siguiendo un antiguo remedio familiar, pues se ve que, en eso de los picores, la abuela tenía experiencia. Los machacó, dejándolos vivitos y coleando, se los colocó en sus respectivos sexos y montó guardia toda la noche, para evitar el tráfico nocturno.

Los caracoles, en efecto, coleaban y chupaban, dando un gustito a María Iglesias de Los Santos, hasta el punto que llegó a gozar con ellos, como no lo había hecho con su primo Albertito. María Iglesias de Los Santos, iba todos los días a recolectar los moluscos y se colocaba el emplasto a escondidas. Dejó de visitar a su primo Albertito de Los Santos, que enfermó de melancolía y se lo llevaron a un internado de escolapios, para que se le quitaran, la tristeza y las ganas de fornicarse a su prima.

A los veinte años, María Iglesias de Los Santos, no era capaz de controlar el furor que los caracoles habían despertado, por culpa de Ernestina Fajardo. Por más que se revolcaba con todo el que conocía, el deseo seguía ahí. Imperioso. Ardiente. Indómito. Tuvo un novio, Eduardo Cifuentes, que al principio estaba como loco con ella. María se colocaba arriba, abajo, investigaba todas las posturas del Kamasutra y ponía los ojos en blanco. Hasta le propuso un trío y lo pasaron de locos. Pero el bueno de Eduardo Cifuentes, suspendió todas las asignaturas de tercero de Derecho y se fué a su pueblo, a requerimiento de su padre, que tenía un invernadero en Almería, en el que cultivaba pepinos y berenjenas.

María, a falta de candidatos que relajaran su ímpetu, puso un anuncio en el periódico:

 “Busco hombres. Entre dieciocho y cincuenta años.

 Para sexo. Sólo sexo. Llamar a cualquier hora.

 696 9xx xxx”

Y ahí tienes a María Iglesias de Los Santos, recibiendo llamadas de desconocidos, a las tres o cuatro de la madrugada. Sólo sexo. Los ojos cada vez más hundidos y las ojeras más oscuras. Los exámenes, eso sí, todos aprobados. Con nota algunos. El repartidor de Amazon, suspiraba por llevarle los pedidos y el vecino de arriba, rezaba para coincidir con ella en el ascensor.

Hasta la fecha, María continúa empleando el antiguo remedio familiar, sin ser capaz de controlar ese deseo que los invertebrados despertaron y que le hierve entre las piernas, día y noche.

Deja un comentario