El día veinte de enero de 2003 maté a un niño de siete años. Es la primera vez que escribo sobre lo que ocurrió aquel lunes a escasos metros de la puerta de un colegio. Fui a dejar mi currículum para optar a una plaza de docente de la que una amiga me había hablado. Me sentía feliz. Tenía veinticuatro años y acababa de terminar el grado superior en el conservatorio de música. Formaba parte de una banda de viento y tocaba el oboe “con los dedos del corazón”, según decía mi profesor de interpretación, que siempre me auguraba un futuro cuajado de éxitos y reconocimientos. Había decidido buscar trabajo y ahorrar algo de dinero para irme al extranjero en busca de oportunidades, y pensé que podía estar bien aquella plaza de profesor de música para secundaria.
Me gustó el colegio y también su director. Mientras salía de allí, una sensación de que algo iba a cambiar en mi vida me invadió de repente. Sonreí al pensar en la posibilidad de que me llamaran para esa plaza y me imaginé tocando el oboe delante de los chicos ¿por qué no?
Eran casi las dos de la tarde. La puerta del colegio se había convertido en un hervidero de padres y madres que esperaban a sus hijos. Los coches en doble fila ocupaban prácticamente uno de los carriles de la calle y los niños salían apresurados buscando con la mirada al padre o a la madre, para salir cuanto antes de allí. Tuve que esperar unos minutos para poder sacar mi Smart rojo, atrapado entre tanto coche, y cuando por fin pude dar marcha atrás, me pareció ver un niño que se agachaba a coger algo del suelo y frené en seco. O eso creí. Pero me equivoqué de pedal y atropellé a Alberto, el niño que lleva casi veinte años viviendo en mi pensamiento.
Escuché el golpe de su cuerpo contra el coche, escuché los gritos horrorizados de la gente, escuché mi propia voz rogando que estuviese vivo y salí a buscarle. La angustia y el miedo se apoderaron de mí. Vi al niño tirado en el suelo y a varias personas intentando reanimarle, y durante unos momentos no sé bien lo que ocurrió. El miedo de saber que había hecho algo terrible me paralizó. Me quedé de pie contemplando la escena, mirando a las personas que trataban de ayudar al pequeño, sin poder reaccionar ni articular palabra alguna.
En medio del ruido y la confusión, vi que un hombre corría y se abría paso entre la gente hasta alcanzar el cuerpo del niño, que seguía inmóvil en el suelo. Le vi tambalearse y gritar su nombre, le vi arrodillarse a su lado y ordenarle entre gemidos que volviera a respirar, le vi romperse de dolor. Cuando aquel hombre sostuvo la cabeza de su hijo entre sus manos para besarle y repetirle al oído lo mucho que le amaba, fui capaz por un instante de salir del sopor de terror que me invadía y pude reconocer en él al director del colegio que acababa de atenderme. Y el cuchillo afilado de la angustia se hundió todavía más en mí.
En mi cabeza sonó una sirena de ambulancia, y en escasos minutos, vi como dos médicos le realizaban un masaje cardíaco al niño, intentando reanimarle sin éxito. Entonces, temblando de miedo y de tristeza, como empujado por un resorte, encontré la manera de mover mis piernas y me acerqué al padre que miraba angustiado el cuerpo inerte de su hijo.
“He sido yo, he sido yo…” repetí varias veces, y una oleada de llanto desconsolado me rompió delante de las miradas atónitas de todos los que estaban allí, pendientes de que el niño diera la más mínima señal de vida. La mirada del padre y la mía se encontraron. A menos de un metro de distancia, nuestros ojos se hundieron en el dolor del otro y lloraron el mismo dolor. Y nuestros brazos, no sé cómo, se buscaron y se sostuvieron naufragando en el mismo mar de amargura, mientras el corazón de Alberto, en el suelo, dejaba de latir para siempre.