Adicción
Diego F. Hernández Gómez

  — !Zorra hija de puta!  Sabía que no podía confiar en ella. Al final me la ha jugado!

  Bosco salió de aquella pseudoconsulta como alma que lleva el diablo, dando un portazo y maldiciéndose a sí mismo.

  Un par de minutos antes, se había quedado petrificado en el sillón desgastado que aquella farsante le había ofrecido cuando entró en aquel antro maloliente.

  En él se entremezclaban olores procedentes de diversas velas, distintos tipos de incienso y el regusto amargo a sudor y fluidos corporales emanados tanto de los clientes que le habían precedido como de la propia pitonisa.

  No podía ser de otra forma. Con aquellos sayos de lana antigua de mil colores que vestía, en pleno mes de junio, y en un espacio como aquel, carente de ventilación, con el ambiente plomizo de la mezcla de olores, solo podía desprender hedor a suciedad.

  La hediondez casi se podía palpar; se pegaba al cuerpo y no había manera de sentirse libre de ella. Las pocas luces existentes en la habitación, de colores apagados procedentes de bombillas con filamento, que quizá llevaran en la habitación más tiempo que ella misma, con la pretensión de emular un espacio místico y espiritual, lo único que conseguían era aparecer como mortecinas y mostrar decadencia.

  — !Joder, qué tufo! Ojalá se pudiera seguir fumando en estos sitios; por lo menos saldría uno oliendo a tabaco, como toda la vida, y no a esta mierda!

  A pesar de que no era la primera vez que lo hacía, fueron estas sus primeras impresiones cuando entró en aquel cuartucho, rememorando las de anteriores veces, en que su impresión había sido la misma. Lo curioso es que de una vez a otra se le olvidaba la sensación y, cada vez que volvía, la recordaba como si fuera la primera.

  Aquel día lo recibió la adivina, sonriente y anhelante, y lo invitó a sentarse en un sillón pequeño e incómodo, pegado a una mesa camilla, en el que mantuvieron la charla que a Bosco desquició.

  Terminaron de hablar bruscamente cuando la sibila le dio la noticia que él no quería oír, pero que sin embargo, había venido a buscar. Sacó un billete de 50 € del bolsillo y lo arrojó de malos modos sobre la mesa. Se despidió balbuceando insultos ininteligibles dirigidos tanto hacia la señora como hacia él mismo, y tras cruzar el umbral de la puerta del habitáculo, cruzó la sala de espera, donde se encontraban diversos crédulos y adictos como él, y se marchó sin despedirse.

*      *     *     *

  Lo que le ocurrió aquel día realmente se lo había buscado, pero no lo había podido evitar. Desde joven había sentido auténtica atracción por todo lo sobrenatural, por los futurólogos, pitonisas, brujas, videntes, curanderos o vendehumos que se cruzaran en su camino, y que fueran capaces de leerle las cartas, las líneas de la mano, los posos del café o las vísceras de un gato.

  Carecía de cualquier tipo de formación al respecto, y por ello no sabía cuánto de ciencia o de verdadera capacidad sobrenatural adivinadora había en ello. Quizá por eso le resultaran tan atrayentes.

  Sin embargo, sentía cierta aversión de sí mismo cuando, en momentos en que se dejaba llevar por su propia racionalidad, se veía llamando de madrugada a programas de televisión dirigidos por videntes de pacotilla en los que le respondía un mensaje autograbado, o el ayudante de turno, que habría sido contratado el día antes para atender la sobrecarga de llamadas entrantes; o se acercaba disimuladamente, como un turista más, a la puerta de la catedral para dejarse leer las manos por cualquier gitana vendedora de romero.

  Pero era superior a sus fuerzas el dejar de buscar momentos y lugares en los que le pudieran leer el futuro. Era un auténtico adicto a las predicciones.

  Lo peor de todo era que se las creía. Aunque su mente racional le decía que lo que le contaban en este tipo de experiencias eran falacias, que nadie podía tener la capacidad real para predecir el futuro, que todo era inventado para sacar dinero a los crédulos, sus sentimientos interiores eran de auténtica creencia en todo ello.

  Y esto condicionaba su vida.

  Cada vez que, en alguna de sus visitas a la pitonisa, le había dicho que conocería al amor de su vida, o que mejoraría en su trabajo, o que mantendría una relación tóxica, se afanaba constantemente en intentar adaptar las distintas situaciones vitales en que se encontraba inmerso, a las predicciones que le habían hecho. Tomaba decisiones que en condiciones normales no habría tomado de no ser porque se le había dicho que eso iba a ocurrir.

  Las predicciones no le indicaban cuál habría de ser su destino; simplemente su destino se iba construyendo en función de ellas.

  De esto se dio cuenta en la anterior visita que hizo a la pitonisa, cuando ésta le dijo que conocía el día en que moriría, y que además sabía cómo iba a ocurrir…no sería de muerte natural.

  En aquella ocasión anterior decidió que aquella paranoia había ido demasiado lejos. Decidió que buscaría ayuda para superar su adicción, porque en el fondo sabía que era imposible que aquella señora con cara de abuela bonachona supiera la fecha y forma en que moriría. Era una auténtica embaucadora. A partir de aquel momento dejaría de acudir a cualquier lugar que tuviera la más mínima relación con la futurología o la astrología. Por supuesto, le ordenó a la vidente que no le revelara la fecha de su muerte.

  Pero no había sido más que un mero intento de evitar lo inevitable.

  El siguiente mes lo pasó debatiéndose entre conocer aquel augurio espeluznante, u olvidarse definitivamente de su apego a los vaticinios.

  Fue más fuerte la curiosidad que le generaba lo primero. Pensó que aquello no podía ser verdad, y consideró que aquella información la podría utilizar como terapia de choque contra su adicción.

  Sus meditaciones, en fugaces momentos de sentido común, trataban de darle algo de sentido a su comportamiento: “!Me dirán la fecha de mi muerte, y aun así, no dejaré de vivir exactamente igual que hasta ahora! !Mi vida no se va a ver condicionada por esto!”.

  Consideró que, una vez demostrada la falta de veracidad en una información tan concreta, cuando la fecha en cuestión llegara y viera que no ocurría nada, su razón se impondría a su irreflexión, y dejaría atrás todo aquello.

  La última visita la había estado evitando, pero finalmente se decidió a acudir. Pidió cita y se encaminó a aquella consulta que él consideraba que sería la última.

*      *     *     *

  El 24 de junio. Esta fue la fecha que la adivina le había pronosticado. Fue enormemente precisa; le dijo que no podría huir de esta fecha, que no había seguridad alguna en cambiar de casa o de rutinas para evitar el evento. Su destino ya estaba escrito. Solo podría resignarse y resolver los conflictos que tuviera antes de aquella fecha fatídica.

  La predicción se completaba con la forma en que moriría. Lo haría de forma violenta…y solo. Nada de muerte natural. Nadie moriría con él.

  Cuando salió de la consulta intentó tranquilizarse a sí mismo. Se dijo que aquello no podría ser verdad, que realmente había acudido esta última vez a la vidente precisamente para que le dijera aquello, y así poder demostrar, cuando llegada la fecha viera que no ocurría, que todas aquellas visitas que durante años había venido realizando a adivinos y similares eran una patraña, una forma de aprovecharse de la falta de autoestima de la gente, inmersa en tales vidas tan anodinas que solo busca que alguien le ofrezca un poco de fantasía o esperanza para poder afrontar el futuro con algo de ilusión y optimismo.

  Pero no funcionó.

  Aunque sus reflexiones racionales trataron por todos los medios de imponerse a la sinrazón que cada vez iba ganando espacio en su entendimiento, finalmente acabó por aceptar que moriría el 24 de junio. Acabó creyendo, como lo había venido haciendo durante prácticamente toda su vida.

  Justamente en este momento es cuando se enfrentó a la siguiente y más importante disyuntiva. ¿Qué iba a hacer? ¿Cómo enfrentaría esta situación?

  Solo faltaban dos días.

  La respuesta estaba clara. Si no quería morir, debería doblegar a su destino.

  Inicialmente pensó en marcharse a un lugar tranquilo, alejarse del ajetreo de su trabajo y de la ciudad en la que vivía. Pero recordó que la muerte predicha había de ser violenta; nada le garantizaba que en vez de huir de su destino, lo que hiciera fuera realmente echarse en sus brazos.

  Por eso decidió que afrontaría el día en cuestión en su propia casa, solo, con la única compañía de su perro, un labrador dorado de mediano tamaño, que tenía desde cachorro. Recibiría a la muerte, si es que llegaba, con dignidad.

  No cocinaría, para evitar la utilización de cualquier elemento eléctrico. Tampoco  pediría comida a domicilio, para evitar la presencia de extraños en su casa; no atendería el teléfono ni llevaría a cabo ningún tipo de actividad que pudiera generarle el más mínimo peligro corporal.

  Consideró que si no salía de casa, si se autoaislaba del mundo, evitaría el fatal desenlace; también pensó que, si la muerte había de ser violenta y solo moriría él, no podría ser un desastre natural, ni un infarto, ni nada parecido.

  Realmente tenía auténtica curiosidad sobre cómo podría ocurrir.

*      *     *     *

  El día 24 de junio se despertó temprano. Al contrario de lo que inicialmente podría haber pensado, durmió plácidamente. Mejor que lo había hecho en mucho tiempo.

  “Es lo que tiene carecer de futuro; se vive realmente el presente”, caviló sonriendo de forma irónica.

  Desayunó un trozo de bollería de dos días antes y un café frío. Se sentó tras los cristales de la terraza y empezó a dejar pasar el día. Fue un buen momento para reflexionar. Pensó en su vida y en que no le había ido tan mal; llegó a la conclusión de que había sido feliz, y le llamó la atención la paz interior con la que se podía afrontar una situación tan definitiva como aquella. Recordó con nostalgia a su madre, fallecida tiempo atrás, que tras años de miseria y trabajos precarios para sacar a cuatro hijos adelante, y a pesar de ser nihilista y atea convencida, solo pareció ser feliz el día de su muerte. La muerte tiene mucho de liberadora, y por ello, quien se ve cerca de ella de forma irreversible, la afronta con curiosidad, e incluso con decisión, y a veces con alegría. Sobre todo si no hay vuelta atrás.  

  Sin embargo, esas dulces meditaciones no duraron todo el día. Al final de la tarde, la placidez de la mañana se fue volviendo, inquietud, y finalmente, desesperación. Se dio cuenta de que, si lo que le había contado la adivinadora era cierto, le quedaban pocas horas de vida…y ello lo desesperó aun más.

  Fue justo en ese momento cuando decidió que algo debía hacer; no podía pasar su último día de forma tan sumamente pasiva.

  Analizó la situación. Si el hecho había de suceder de forma violenta, y descartaba eventos naturales, el agente perturbador solo podía estar en casa.

  Fue en ese momento cuando se fijó insistentemente en el perro. Mimetizado con su dueño, había pasado de la tranquilidad de la mañana, comiendo y sesteando, a la intranquilidad de la tarde. Se le veía nervioso, ladraba sin motivo y correteaba constantemente. Bosco no pensó en que llevaba todo el día sin salir de casa. Solo en que lo veía tornarse ligeramente agresivo…No le agradaron los pensamientos que acudían a su mente, pero no podía ser de otra forma. El perro debía de ser el causante de su muerte.

  “!Cómo he podido ser tan poco precavido! !He tomado todas las medidas necesarias para evitar tener cerca cualquier elemento que pudiera causarme algún mal…y me he encerrado en casa con mi propia arma homicida!”, dijo para sí mismo.

  Debía deshacerse del perro. Era el perro o él.

  Cegado con la que él consideraba posible causa de su fatal destino, asió al perro por el collar, y lo apretó de tal forma, como si fuese una brida, impidiendo que el animal pudiera seguir respirando. Después de varios minutos, y tras unos interminables momentos en los que el perro intentó sin éxito liberarse de su prisión, mordiendo el aire y lanzando ladridos ahogados, dejó de respirar.

*      *     *     *

  Faltaban pocos minutos para la medianoche.

  En ese momento, mirando a su fiel compañero tendido en el suelo, sintió una momentánea sensación de arrepentimiento por lo que había hecho, que fue inmediatamente solapada por una de alivio.

  Había vencido a su destino. Ya había pasado la medianoche. El destino no existía. Entendió que se iba construyendo por él mismo en función de sus propias decisiones, aderezado circunstancialmente por un poco de buena o mala suerte. Lo que había pasado ese día era el claro ejemplo de ello.

  Con la tranquilidad que le daba el haberse liberado de su aciago día, sintió auténtico consuelo; en primer lugar, porque había doblegado al destino, y en segundo lugar, porque sabía que a partir de ahora sería libre de sus incontrolables deseos de conocerlo.

  Abrió una cerveza, y la bebió saboreándola. Se relajó y entró en una situación de duermevela, sufriendo y a la vez disfrutando de un cúmulo de sensaciones que se entremezclaban por lo que había acontecido; contento por el resultado, y triste por el alto precio que había tenido que pagar por ello.

  En esa situación se encontraba cuando un pensamiento lo despertó, lacerándolo cuál látigo.

  No podía ser, pero sí.          Después de repasar mentalmente mil veces la conversación que había tenido con la vidente…así era. Aquella bruja cabrona le había dicho cuál sería la fecha de su muerte…pero no de qué año.

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