Sólo un ¡COC!… hueco, cerrado, casi imperceptible entre el vocerío de las aves de la laguna y el de los juncos al menearse… y el largo cuerpo cayó del sillín. Parecía muerto. Pero, tenía que cerciorarse, dos veces más descargó el martillo en el cráneo de Míster Olivier hasta que lo oyó crujir. Aturdida por la anhelante respiración de la ira, aunque convencida de su obra, se hincó de rodillas junto a él. Allí, semisumergida en el barro de la orilla, lo despidió.
¿Qué se creía usté Míster, que yo por ignorante me iba a dejar pisotear? No hay quién haya nacido pa´ burlarse de La Negra. Así que yo no estaba a su altura, que no tenía pensado abandonar su carrera por nada ni por nadie… ¿y a qué ilusionarme, pues? Haberlo pensado antes, usté que es tan inteligente.
Bien sabe que yo soy muy bruta, muy simple, criada a puro campo, pero si algo tengo bueno es el alma, limpia y transparente como el cielo. ¿A qué vino entonces eso de besarme la mano a cada rato, de enseñarme todos los secretos de la Palentogía o Pantongía o cómo se llame su trabajo, de aprender a tomar mate a cambio de que le cantara un poquito o de mirarme las tetas, acaso se creía que yo no me daba cuenta?
¡Tan modosito el Míster! Todavía me acuerdo el día que llegó a La Candelaria. Montado en un burro vino con mi tata desde la estación. Había que verlo. ¿Qué bicho es ése, le dije a mi mama? Y así venía, tan largo que las piernas le rozaban el suelo, un casco en la cabeza, un traje blanco como la cal, de corbata y con un paraguas rojo, abierto, no sé para qué porque no caía ni gota. Casi ni le entendíamos. Apenitas pudimos saber que venía a trabajar a la Laguna Grande, a buscar güesos de animales antiguos, muy viejos, dijo para aclarar. Lo recomendaba el patrón que vive en Buenos Aires. No podrá quejarse: mi mama, la pobrecita, como avergonzada y nerviosa pues nunca había recibido visita tan importante, le acomodó enseguida un cuartito vacío en el galpón de los aperos. Y mi tata le ayudó con los bártulos que traía, tan extraños como usté.
Parecía tan sonso que mi hermano Bartolo y yo no parábamos de hacerle bromas. ¿Se acuerda cuando soltamos la araña en la palangana donde se lavaba las manos o cuando le metimos la culebra en la bota? Buena paliza me arreó mi padre por su culpa. Por eso, de entrada, no me cayó usté bien. Poco me duró la cosa, un fuerte dolor de oídos lo cambió todo. Cuando ni los soplidos de humo de cigarro, ni las gotas de leche de madre, ni los trocitos de ruda macho me calmaban el dolor; su botiquín y aquel frasquito inglés, hicieron el milagro. Así fue como mis oídos se curaron y mi mala sombra por usté, también.
Esto no le gustó nada a Santos, sabe. El muy porfiado, que tarde por medio se dejaba caer “de visita”, me tenía harta. No cejaba en su empeño por conquistarme y cuando veía que yo más me acercaba a usté, más insistía en que los ingleses no eran gente de fiar, que yo era presa fácil y que me anduviera con cuidado. Se puso muy celoso. Tan celoso que terminó con sus güesos en la cárcel después que le pegó a usté aquel navajazo en la espalda. Creyó que así se aseguraba mi amor por él, ¡pobre diablo! Era duro de mollera y no entendía que el amor se tiene o no se tiene.
¡Vaya susto!, casi no cuenta el cuento aquel día, Míster. La punzada le había llegado bien profundo. Mi tata salió disparado como flecha a buscar al dotor y, mi mama y yo, no lo dejamos solo ni un minuto. Hasta vino la curandera cuando se enteró. Le limpiábamos la herida con agua de malva, lo alimentábamos cuchara a cuchara con caldo de gallina -bataraza tenía que ser, dijo Ña María-, le renovamos la paja del colchón, velamos sus noches a la luz del quinqué haciendo punto, mientras yo le cantaba bajito tonadas criollas. Aquellos días de su convalecencia fueron de gloria para mí. Sin saberlo le fui tomando querencia.
De a poquito se me fue metiendo en el alma, sabe. Mi cariño era tanto que hasta me parecía que el corazón se me iba a romper. No le perdía pisada, me convertí en su sombra. Me gustaba verlo sacar agua del aljibe, encender la pipa, envolver los güesos, lustrar las botas. Pero, lo que más deseaba era acompañarlo a la Laguna Grande, Allí se transformaba en mi maestro y yo en su “ayudante de campo”. Herramientas en mano, empezábamos a cavar, cepillar, lavar y envolver cada piedra. Cincel, buril, broca, fósil, lupa y otras palabras empezaron a tener sentido para mí, entonces usté viendo mis ganas de aprender, me regaló este martillo. ¿Cómo dijo que se llamaba?… pico ´e pato, eso es… Acá nos dimos el primer beso, ¿se acuerda?… Qué felices éramos… eso me parecía…
Aquella carta me dio mala espina cuando se la entregué. Un escalofrío me recorrió el cuerpo mientras la leía. Y me tapé la boca con las manos para no gritar cuando me dijo que se iba, que desde Inglaterra habían dado por concluída su misión y lo reclamaban con urgencia, que su carrera académica estaba en peligro y ya nada lo detenía en La Candelaria. Entonces yo, Balbina, La Negra, la tonta, la campesina, la confiada, no aguanté más y exploté, como los sapos en verano. ¿Cómo que nada lo detiene aquí? ¿Es que no me quiere? ¡No se vaya! Lleveme con usté. A Inglaterra o al infierno, pero lleveme. ¡No me deje sola! ¿Qué va a ser de mí? No puedo vivir sin usté, Míster. ¡Dios mío, me voy a morir, me voy a moriiir! Después, sólo le oí decir: “Perdoneme Balbinou pero, el vapor sale en un mes y la decisión es firme”. Y como los pensamientos no suenan, usté no me oyó pensar: “Esto no va a quedar así”.
El tata y el charré cargado con los bártulos de Míster Olivier, esperaban a la sombra del ombú al inglés que no aparecía. Balbina ocultó el martillo pico de pato en el delantal y salió en su búsqueda, sólo había un lugar donde con certeza podía encontrarlo: la Laguna Grande. En efecto, sentado en el sillín con su traje blanco como la cal, miraba el campo interminable. Estaba como ausente, tan ensimismado, que difícilmente pudo percibir los pasos de Balbina acercándose a su espalda.