Cuando cursaba sexto de la EGB tuvimos que hacer una redacción sobre nuestro bien material más preciado, sobre nuestro mayor tesoro; teniendo en cuenta que faltaba mucho tiempo para el día de Reyes y los juguetes del año anterior dormían ya el sueño de los justos, decidí elegir como mi objeto más preciado la casa donde nací y me crié.
Por tener, tenía mi casa dos números: el 7 y el 9 y dieciséis metros de fachada, la más larga de la calle, también la más alta, la más grande, la más sólida, la más antigua, la única que tenía un hueco huérfano de escudo, pero hueco de escudo, al fin y al cabo. Me enorgullecía vivir allí rodeada de misteriosos recovecos que alentaban mi, ya de por sí, desbordante imaginación y además me otorgaba cierta importancia entre los niños de mi calle y las aledañas…
Que la casa tenía solera, ya se sabía, pero hasta hace poco no supimos que se construyó en el siglo XI y que siempre fue vivienda el número siete y Torre vigía el número nueve, pertenecientes ambas a la muralla árabe que en su tiempo rodeó la que fuera entonces Villa. Se entienden entonces las múltiples reformas de las que fui testigo; unas veces era un tejado, otras un techo, otras se abría una puerta, otras se cambiaba la cocina, otras se tapaba el aljibe, otras se cerraba un negocio y se abría otro…
Solo el portón de entrada ya impresionaba por su tamaño y por los herrajes con unos enormes clavos afiligranados. Nosotros usábamos una puerta dentro del portón que aun siendo más manejable era tan maciza que podíamos emplearla para balancearnos sobre sus resistentes goznes; para cerrarla por dentro tenía una aldaba enorme además de una barra para atrancarla que solo mi padre era capaz de manejar.
Una vez se traspasaba ese portón, en el primer portal había puertas en las paredes laterales que daban acceso, por la izquierda a una Abacería, por la derecha al Taller de un sastre, teniendo ambos negocios salidas propias a la calle.
Avanzando, se atravesaba el segundo portón y se accedía al segundo portal, del que arrancaba la escalera de estilo antequerano la cual giraba sobre sí misma alrededor de un patio interior y permitía acceder a las dos viviendas principales, la primera era “el piso”, donde vivíamos nosotros y la segunda era “el otro piso” donde vivía otra familia en régimen de alquiler.
Aún había un tercer portón, que daba paso a las habitaciones que mi abuela prestaba a unas primas que vivían en el campo (con el tiempo, mi padre acabó colocando en ellas, jaulas para criar conejos) y a una cantina con bodega, donde en otros tiempos se servía aguardiente en jarrillos de lata. Cruzando este portón, a mano derecha quedaba el patio de cuatro columnas con un naranjo al lado de cada una, rosales enredados en celindos adornando los muros, más las aspidistras y los correquetepillo que la sabia mano de mi abuela colocaba entre las columnas y alrededor de la alberca. Al fondo de aquel patio estaba el arco que daba acceso a la Fábrica de jabón de mi abuelo, ya en desuso, que a su vez tenía salida a una calle diferente.
“El piso” tenía demasiados metros cuadrados según mi madre, que se encargaba de la limpieza, y no tantos, según mi padre, que disfrutaba de sus amplias habitaciones; estaba lleno de antiguos muebles oscuros, recuerdo de años pasados de bonanza económica, que daban un aire solemne a los dormitorios, la sala grande, el comedor e incluso la cocina.
No quiero pasar por alto la espléndida azotea, llena siempre de sábanas blancas donde mi padre había subido una antigua bañera de patas de garra de león que nos servía de “piscina” desde mayo hasta septiembre, y aquella buhardilla a la que no podíamos subir y que suponíamos llena de secretos inconfesables.
Cuando se iba la luz, algo muy frecuente en aquellos años, mi madre nos contaba los secretos de la casa. De entre todos ellos, los que consigo recordar son: el del pasadizo subterráneo oculto y de ubicación desconocida que salía del patio y llegaba hasta los sótanos de la Iglesia de San Juan; el del armario del despacho de mi padre en la planta alta y que se comunicaba con la casa de al lado ―que fue de mi tío―; el del baúl cerrado del desván lleno de ropas añejas dueñas cada una de su propia historia; el del escondite secreto que había detrás de un cuadro del cuarto de baño donde mi abuela escondía las cosas de valor cuando venían, durante la guerra, a requisar bienes tanto los de un bando como los del otro.
En las lluviosas tardes de invierno mi madre nos dejaba embadurnar el suelo con polvos de talco para que patináramos en calcetines desde una punta a la otra de la casa, apartando muebles, cortinas y demás estorbos hasta acabar hartos de resbalones, empujones y culetazos. Otro de nuestros entretenimientos favoritos, era jugar a los escondites de los fantasmas, envueltos en sábanas viejas, a la incierta luz de las farolas de la calle, recorriendo el laberinto de las habitaciones de doble entrada, metiéndonos entre la ropa de los armarios o en los baúles, arrastrándonos bajo las camas…
A medida que mis abuelos murieron, que mis hermanos y yo crecíamos, que mi padre prosperaba en los negocios, que se fueron yendo los vecinos, cada uno de nosotros fue tomando posesión de distintas partes de la casa; yo me instalé en la Torre del “otro piso” por la que se subía, usando una precaria escalera de palos, a una terraza desde la que dominaba todos los tejados y terrazas de las calles colindantes además de los montes de aquella parte del pueblo; mi hermana se adueñó de la abacería, donde mi padre le puso el primer despacho de abogada de la comarca; y mi hermano se quedó con la azotea, donde criaba palomas para vender, además de un armario empotrado enorme, del “otro piso” donde colocó su completísima biblioteca de cómics.
Hace unos años se vendió la casa nueve. Yo lloré mucho y sufrí cada una de las amputaciones que sufrieron los muros, los balcones, los arcos, las puertas, la escalera, el aljibe, el patio, el “otro piso”… Todo desapareció en montañas informes de cascotes, hierros retorcidos, vigas rotas, mármoles destrozados y con cada camión que salía cargado de siglos de historia aumentaba la desnudez y la fragilidad de la casa nueve, ahora con las vergüenzas al aire, desprovista de privacidad, expuesta a las miradas indiscretas de unos obreros que no la conocían, meros ejecutores de su desgracia.
No me caben aquí todos los recuerdos de esa casa. Muchos de ellos andan envueltos en la bruma del paraíso perdido que fue mi infancia, hermosos y reconfortantes, pues hasta bordaba las pesadillas que me invadían de vez en cuando, con hilo de misterio para añadirlas a mi álbum particular. Ese álbum particular está lleno de fotos en blanco y negro y también de color, de risas, de llantos, de peleas, de carreras, de desilusiones, de enfados, de desafíos, de proyectos, de ilusiones, de decepciones, de esperanzas, de despedidas …
Siempre supe que sus muros albergaban historias sin contar, que nos protegía, que nos cuidaba, que nuestras vidas la rejuvenecían y la animaban a seguir en pie, a pesar de sus continuos achaques; que se aferraba a sus cimientos, inalterable a las humedades y a las caídas de tejas o vigas, frenando los repetidos ataques de las termitas, polillas, cucarachas, ratas, ratones y demás fauna incordiante.
Y ahí sigue, en pie.