A pesar del tiempo transcurrido, de rememorar en multitud de ocasiones lo que pasó aquella noche, de contar a mis amigos y familia lo que yo consideré una experiencia extraordinaria, vivida con el convencimiento de que no volvería a repetirla, y a la vez con la intensidad necesaria como para saber que con el paso de los años la recordaría como algo único que aconteció, y que jamás borraría de mi pasado, lo cierto es que a día de hoy aun sigue habiendo momentos en los que dudo si realmente ocurrió, o fue el fruto de una noche de excesos, una historia creada por mi imaginación de tal forma que finalmente no supe distinguir si formaba parte de la realidad o fue una pura ilusión.
Fueron muchos años los que evité hablar del tema, considerando que nadie me creería, que generaría una visión de mí mismo que yo sabía que era incierta. Digamos que traté por muchos años de evitar que la gente pensara de mí que era un friki, que todo lo que nos fumamos y bebimos aquella noche nos dejó algo desconectados de la realidad, evitando generar una visión excéntrica de los protagonistas de aquella noche.
Con el paso del tiempo empecé a aceptar que formaba parte de mi pasado y a no tener reparo en contarlo. Las dudas al respecto que la inmadurez creaba en mí cuando tenía diecisiete años fueron despareciendo a la vez que me convertía en una persona más segura de mí misma, y fui aceptando y enorgulleciéndome de mis propias vivencias. Al fin y al cabo son la suma de todas ellas las que me han convertido en lo bueno o malo que hoy soy. Por eso, a día de hoy, no tengo ninguna duda y sé que aquello ocurrió.
* * * * * *
¿Güija? No había oído esa expresión en la vida. Cuando Javier pronunció aquella extraña palabra por primera vez, me sonó jocosa, con cierto retintín humorístico. No tenía ni la más remota idea de qué significaba o qué implicaba, pero cuando nos propuso hacer una, no dudé en decir que sí. La verdad es que ni siquiera me lo planteé. Yo nunca decía que no a nada; todos los retos eran superables con diecisiete años, y nada se interponía entre cualquier propuesta que aparentara diversión y el intento de llevarla a cabo. Daba igual si existía algún peligro físico o bordeábamos la legalidad. Era justamente esto lo que nos hacía ufanos día a día, lo que hacía que nuestra adrenalina no permaneciera anquilosada, pensando que el mundo era nuestro, que no había reto que se nos resistiera.
Por eso, cuando Javier propuso aquello, en uno de esos momentos de cierta paranoia y algo de inconsciencia tras bebernos más litros de cerveza de los que por edad nos correspondían, y en medio del ambiente tenebroso de la habitación de su casa llena del humo de varios petardos de hachís que nos acabábamos de fumar, en mitad de una oscura tarde de invierno, ninguno de los cuatro dijo que no. Ni preguntamos. Si teníamos que hacer aquello que Javier decía que era un subidón, lo hacíamos. Ya nos ocuparíamos de las consecuencias después.
Javier era el mayor de los cuatro y el único mayor de edad del grupo. Su hermano Gonzalo tenía la misma edad que yo, y Teo uno menos. Los hermanos habían llegado al pueblo unos seis meses antes y se habían quedado a vivir porque sus padres, comerciales, viajaban constantemente y consideraron que la ubicación de este pueblo, situado en una encrucijada de carreteras entre tres grandes ciudades, era el lugar perfecto para educar a su hijos, a lo que se unía la escasa entidad de los gastos que se generaban por vivir aquí. Se mudaron desde Granada con la intención de aprovechar el buen emplazamiento físico del pueblo, pero también con la intención de descontaminar a sus hijos de los malos ambientes y de los hábitos callejeros adquiridos en el instituto de barrio al que iban solo para “fugarse” clases, beber cerveza y bailar breakdance en sus alrededores.
Llegaron a principios de verano y nos hicimos inseparables. Yo era un chaval de pueblo poco sofisticado, que vestía con ropa de mercadillo, cuyo conocimiento del mundo se circunscribía al propio pueblo, a un instituto ubicado en el de al lado, lleno de gente como yo, y al que iba todos los días en autobús, y a las veces que, junto con otros amigos, nos íbamos a los pueblos de la comarca, buscando sus discotecas, unos tugurios oscuros y cutres, todos ellos decorados y organizados de la misma forma rudimentaria y hortera, con una pequeña pista central, con hileras de sillones sin brazos en los alrededores, de skay o de terciopelo, con mil agujeros de quemaduras de cigarro, carentes de iluminación, donde las parejas se sentaban a meterse mano, o donde algunos, como nosotros, nos sentamos para liarnos porros, y si podíamos también para lo primero. Yo no había visto más mundo, salvo el mundo irreal y para mí inexistente que hubiera podido ver por televisión. Aun así el concepto que yo tenía al respecto de mí mismo era absolutamente óptimo.
Por eso, cuando Javier y Gonzalo llegaron al pueblo, percibí que aquello era un soplo de modernidad, a pesar de que la primera vez que vi a Gonzalo me pareció que tenía el aspecto de un idiota. Usaba vaqueros anchos claros, arremangados hasta casi la pantorrilla, una cazadora “bomber” negra y un jersey Privata rosa sobre los hombros, con las mangas entrelazadas sobre el pecho, y unas zapatillas Joma, azules, con la lengüeta casi tan grande como la propia zapatilla. No podía entender para qué se ponía el jersey encima de la cazadora, pero en seguida intuí que de aquellos tipos yo iba a aprender bastante.
Gonzalo y yo congeniamos en seguida. Teníamos el mismo sentido del humor, y eso nos unió. Siempre he pensado que las grandes amistades se forjan cuando existe identidad en el sentido del humor, y mi relación con él es el vivo ejemplo de ello. Nos reíamos de las mismas cosas, incluso de nosotros mismos, nos gustaba la misma música y los mismos vicios. Teníamos la misma actitud positiva ante la vida y cualquier reto propuesto por uno era inmediatamente secundado por el otro.
Javier era diferente. Era dos años mayor y aún así forjó grupo con nosotros. Era un signo evidente de cierta inmadurez, que trataba de suplir pretendiendo arrogarse la condición de cabeza pensante del grupo, y que lo situaba en una posición de cierto patetismo en las numerosas ocasiones en que aquello que proponía era desechado a una sola voz por Gonzalo y por mí.
Teo también era del pueblo. Su posición en el grupo no estaba del todo definida. Salía y entraba del mismo en función de la influencia que sus sentimientos psociopáticos tuvieran sobre él en cada momento. Era arrogante y mentiroso por momentos, solía ignorar las normas sociales, y adolecía de impulsividad e irritabilidad habituales; pero era fiel, y su comportamiento excéntrico lo convertía en un elemento esencial del grupo que lo sacaba de los pocos momentos de rutina que había.
Los demás pensamos que su comportamiento y su general falta de empatía podría estar generada por la forma en que habían acontecido los hechos relacionados con él en su familia, y que su arrogancia y aparente seguridad no eran más que una forma de ocultar una baja autoestima y obviar un posible sentimiento de desapego por parte de su padre y hermanos hacia él. Cuando él nació, su madre murió en el parto; su padre, emigrante, se casó con la hermana de su madre, marchándose nuevamente a Suiza con su nueva mujer, llevando con ellos solo a su hermano, tres años mayor; el quedó al cuidado de su abuela; lo dejaron con ella para que le sirviera a ésta de distracción y evitar que la misma cayera en una profunda depresión tras la muerte de su hija, de la que ya había dado signos inequívocos. Su padre tuvo dos hijos más en Suiza con su nueva esposa, de tal forma que él vivía en el pueblo con su abuela mientras su padre y el resto de su familia vivían a más de dos mil kilómetros. Los veía solo una vez al año por vacaciones, y esta separación de su familia era compensada por parte de la abuela con una educación carente de reglas, de normas, de responsabilidades, convirtiéndolo en el paradigma más absoluto de lo que es un niño malcriado.
Sin embargo, por su aparente arrogancia y atrevimiento, era el compañero perfecto para cualquier plan que se nos pasara por la cabeza.
Y aquella tarde el plan ideado por la cabeza a Javier fue hacer una güija.
Nos explicó que se trataba de una especie de tablero con las letras del alfabeto y otros signos que se utilizaba en espiritismo para hacer deslizar un vaso o algún otro objeto con el fin de interpretar, a partir de movimientos sobre el tablero, un posible mensaje transmitido por los espíritus de los muertos, o por otras fuerzas sobrenaturales.
Aceptamos incondicionalmente el plan con el entusiasmo propio de nuestra juventud, y el atrevimiento que nos otorgaba nuestra ignorancia al respecto, que se convirtió en superlativo gracias a la euforia que el ambiente hipnótico del humo en la habitación y los litros de cerveza vacíos nos generaba.
Javier nos dijo que su madre había sido médium y que tenían una güija en casa.
«¿Médium? Esta tarde voy a aprender más vocabulario de lo que yo hubiera imaginado», no pude por más que pensar.
Nos dijo que un médium era una persona con ciertas capacidades clarividentes que se consideraba dotada de una serie de facultades paranormales de percepción extrasensorial, que le permiten actuar de mediadora en la comunicación que pretendíamos con los espíritus. Gonzalo no tenía ni idea de aquello, ni de que su madre había sido médium, pero asintió entusiasmado, más por la idea de vivir una experiencia que iba tomando cariz de ser verdaderamente alucinante que por la verdad de las afirmaciones que hacía su hermano.
«¿Pero vamos a hacer la güija esa con tu madre?», pregunté yo. «Menudo corte de rollo si vamos a dedicar una tarde o una noche a hacer esto con vuestra madre», dije. «Solo faltaba que lo hiciéramos en casa, en el brasero, con un chocolate y unas pastas, como si fuera el parchís»,pensé.
Negó con la cabeza, y nos mantuvo en vilo durante varios segundos en los que nos miraba sonriente. Quería generar expectación. Después nos explicó cómo pretendía que lo hiciéramos.
El plan era sencillo, y daba la sensación de que ya lo tenía todo ideado. Sus padres habían alquilado la casa en la que vivían en el pueblo a una familia que a su vez tenía una enorme junto a la suya y que solo utilizaba en verano y algunos fines de semana. Una de las hijas de los caseros, algunos años mayor que nosotros, la visitaba más frecuentemente porque tenía un novio que trabajaba en la comarca y se quedaba sola a dormir en el caserón. A pesar de que yo prácticamente no tenía relación con ella por nuestra diferencia de edad, Javier había hecho buenas migas con ella,…y fue ella la que le propuso hacerlo. Decía que su novio también era médium. Cuando nos contó aquello, a mí me sorprendió enormemente y he de confesar que me desalentó un poco.
«¿Otro médium?. ¿Cómo podía ser? Hacía una hora no había oído esa palabra, y ahora resulta que es médium todo dios», alcancé a pensar.
Obviamente, el rajarnos de un plan no formaba parte de nuestra cotidianidad, sobretodo cuando lo habíamos acatado de forma tan ilusionante, aunque con tanto médium alrededor empezó a parecernos que aquello parecía una gilipollez. Pero, como ya he dicho, la palabra “rajarse” no formaba parte de nuestro vocabulario.
* ***
Lo organizamos todo la tarde de un día cualquiera de invierno. Quedamos para cenar en la casa en cuestión con nuestros anfitriones. Compramos un poco de embutidos, patatas fritas, frutos secos y mucha cerveza, además de whisky y ginebra, y una piedra de chocolate de las dimensiones adecuadas para durar toda la noche. Lucía, que así se llamaba nuestra anfitriona, había ambientado la casa de tal forma que empezamos a sugestionarnos nada más entrar. Había atenuado las luces de los pasillos y entrada a la vivienda, y nos dirigió al salón, al que se accedía tras superar tres escalones, donde todo se había organizado para comer en una mesa central, a la luz de las velas.
Colocó un par de candelabros encima de la mesa con velas largas y amarillentas, encendió un par de barras de incienso y en un tocadiscos pinchó un disco que ella denominó “música para espiritismo”, para que la comunicación con los espíritus se canalizara de una forma más fluida, y que a mí me pareció música sacra. La chimenea estaba encendida y el crepitar de las llamas y el flamear de los troncos, creaban un ambiente lúgubre, pero agradable. En la calle el frío era terrible, y el viento se había aliado con nosotros para crear la atmósfera perfecta para iniciarnos en el mundo de lo paranormal, pues se colaba silbando por las rendijas que unas ventanas viejas y desvencijadas nos mostraban y exigían a gritos (en este caso a silbidos) una actuación reparadora.
Nos sentamos como nuestra anfitriona nos dijo, y comimos, bebimos y fumamos como si no hubiera un mañana. Durante la comida toda la conversación giró en torno a lo que aquella noche nos había reunido allí. Los que ya habían probado experiencias similares trataron constantemente de generar en los no iniciados expectativas de posibles secuelas terroríficas que, conforme pasaba el tiempo, y por mi suspicacia innata, más que temor me iba generando recelo y escepticismo.
Acabamos la cena y retiramos todos los elementos de la misma de la mesa, salvo los vasos y las botellas. El fuego había consumido gran parte de la madera con la que, hasta en dos ocasiones, nuestra anfitriona lo había alimentado. Ya solo quedaban unas ascuas y una efímera llama que se resistía a extinguirse. Las velas estaban casi consumidas, pero pensamos que si las reponíamos o encendíamos la luz romperíamos el encanto generado.
Y llegó el momento de sacar el tablero. Cuando lo vi no pude más que decepcionarme. Aquello parecía un triste juego de mesa. Para ese momento mi escepticismo era palmario. Me explicaron que para que los espíritus alcanzaran el momento culminante de comunicarse con nosotros, debíamos crear el ambiente necesario para que la atracción fuera absoluta. Pero a mi aquello empezó a parecerme una pantomima.
El tablero era grande y ocupaba casi toda la mesa. El novio de nuestra anfitriona, mucho mayor que nosotros, hacía en todo momento de maestro de ceremonias. Nos indicó que seis era el número adecuado de participantes para evitar la dispersión psíquica, lo que evitaría que la comunicación con el Más Allá fuera fuerte y clara. Nos explicó cómo debíamos colocarnos, nos indicó que debíamos actuar con sumo respeto en todo momento, aunque fuéramos incrédulos, y cómo debíamos mantenernos en absoluto silencio mientras él intentaba invocar a los espíritus que se pudieran sentir receptivos, no sin antes advertirnos de que si teníamos algún tipo de fobia o filia que pudiera influir en nuestras decisiones debíamos dejarla de lado, o bien no participar. Su actitud hacia nosotros fue autoritaria y asumimos el rol de principiantes con devota sumisión.
Utilizó un vaso pequeño, puesto boca abajo, para servir de canalización de la comunicación y nos situó a todos, de pie, con el dedo índice sobre el vaso, sin ejercer ningún tipo de presión sobre el mismo…y nos conminó a cerrar los ojos.
Y ahí empezó todo.
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No entendía nada. Miré a Gonzalo y con su cara de estupefacción me indicó que él tampoco. ¿Qué hacía Teo tendido en el suelo, llorando y balbuceando, junto a la pequeña escalinata de acceso al salón? ¿Qué hacía la madre de Javier y Gonzalo junto a él intentando consolarlo a la vez que le daba pequeñas palmadas en la cara, como si pretendiera reanimarlo, escudriñando sus ojos y, a intervalos, mirando a Miguel, que así se llamaba el novio de nuestra anfitriona, con cara inquisitiva, interrogándolo con la mirada?
«¿Qué coño habéis hecho?», la escuchamos decir.
Teo alcanzó a incorporarse a medias, se sentó en uno de los escalones, con el pantalón roto y arremangado, mostrando la pantorrilla, de la que se condolía, ensangrentada, con un desgarro superficial, en la que se distinguía perfectamente una herida inciso-contusa similar a la mordedura de un perro.
Yo seguía sentado en la mesa y no recordaba absolutamente nada de lo que había sucedido. El último momento en que mi mente era consciente de lo que había ocurrido fue el momento en que puse el dedo sobre el vaso. Lo siguiente de lo que tuve juicio de que estuviera sucediendo fue el momento de ver a Teo en el suelo. Sin embargo, estos dos momentos no estaban unidos en mi mente sin solución de continuidad, sino que, entre ambos, existía una nebulosa de sensaciones, sentimientos y acontecimientos entremezclados ciertamente indescifrables. Esta nebulosa se fue disipando por momentos y se fueron clarificando todos los acontecimientos acaecidos inmediatamente antes, que volvían a mi memoria a borbotones.
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Estuvimos varios minutos con el dedo sobre el vaso. Miguel invocaba a los espíritus receptivos con expresiones que, inicialmente, me generaban cierta vergüenza ajena: «¿Hay alguien ahí? ¡¡¡Si hay algún espíritu que nos escuche…manifiéstate!!!!» Por momentos, abría los ojos, miraba alrededor y venía a todos con los ojos cerrados…aunque puntualmente mi mirada se cruzaba con la Gonzalo o la de Teo, escépticos como yo, y sonreíamos vagamente… aunque en mi fuero interno reía a carcajadas.
Miguel se percató de nuestra falta de participación, y nos advirtió de que aquello solo funcionaría si deseábamos que realmente funcionara. Algo dentro de mí me dijo que así debía ser, e intenté relajarme…En ese preciso momento, noté cómo el vaso empezó a moverse. No pude resistirme a abrir los ojos; yo sabía que yo no estaba moviéndolo, y por la cara de estupefacción de mis amigos, supe que ellos tampoco. El ambiente adquirió lo que me pareció una mayor luminiscencia, impropia de la escasa iluminación que había en la habitación. Nuestros anfitriones tenían cara de indiferencia, como si aquello fuera algo habitual para ellos, o algo necesariamente esperable. Por eso dudé que el vaso se moviera solo; pensé que estaba siendo empujado por alguno de aquellos dos.
El médium preguntó al vaso si era un nuevo espíritu, y el vaso, posándose sobre la palabra “Sí”, nos indicó que así era. El médium le preguntó si quería hablar, y el vaso, tras llevar a cabo un movimiento circular, volvió a posarse sobre la misma palabra: “Sí”. Mi sensación en aquel momento era de cierta incredulidad, pues si bien yo no percibía en mi dedo presión contraria alguna que me indicara que alguien lo movía, dudaba de que el vaso no pudiera estar siendo desplazado por alguien.
Sin embargo, mi incredulidad se tornó estupefacción cuando Miguel, tras varias preguntas al espíritu, nos indicó que podíamos retirar el dedo, que podríamos seguir preguntando sin necesidad de posar el dedo, y que además podríamos preguntar uno a uno, pues la conexión había sido total con todos.
Haciendo un recorrido vertiginoso sobre el tablero, de tal forma que nos costaba unir las letras y formar las palabras, nos fue respondiendo a todas y cada una de las preguntas que le fuimos formulando. A la pregunta de quién era, contestó: «Extraterrestre»; a la pregunta de dónde venía, contestó: «No vengo…estoy aquí, y siento cómo vosotros». Le preguntamos que, si nos conocía, y nos dijo que conocía nuestro antes y nuestro después, y que incluso podría llevar a cabo comentarios sobre nuestro futuro. Ninguno fuimos más allá de preguntar sobre nuestro futuro más inmediato, y a todos nos dio una respuesta, que, a día de hoy, tras el paso de los años, no recuerdo si fue o no acertada.
La sensación de hablar con un espíritu era asombrosa, pues rompía todas las reglas de lo que percibíamos como el mundo sensorial. Así estuvimos casi una hora, hasta que las respuestas que se nos daba por parte del espíritu se volvieron imprecisas, utilizando cada vez más tiempo para formar las palabras. El vaso se fue ralentizando, hasta que se paró, permaneciendo mudo durante varios minutos. Nuestras sensaciones se iban adaptando a las que percibíamos en el médium, y lo que yo percibía en aquel momento en él era mucha preocupación. Durante estos minutos insistió en seguir preguntando si seguía ahí, si ocurría algo…y tras su insistencia obtuvo respuesta: «Nuevo espíritu».
Los recuerdos siguientes a aquello fueron delirantes. El frío se hizo más intenso…ya no había chimenea. El armario de la pared empezó a moverse, dejando caer todos los objetos que había sobre él. Se movía como una pequeña muñeca a pilas, a movimientos cortos y rápidos, arrastrándose, y generando un pequeño chirrido en cada uno de los movimientos que nos resultó helador.
Miguel trató de mantener la calma, y se atrevió a preguntar si había un nuevo espíritu. La respuesta fue «Sí». Le preguntó quién era…la respuesta estuvo precedida de un vaivén de vaso a lo largo de todo el tablero como si fuera un tiovivo, recorriendo todos los rincones del tablero a una velocidad incontrolable, hasta que pausadamente, se fue posando en cada una de las letras que formaron la siguiente palabra, como si quisiera que fuéramos asumiendo y paladeando lo que iba a suceder después: «Demonio». El médium acertó a preguntar que qué quería, y el vaso fue muy explícito cuando indicó lo que quería: «Asustaros».
A fe que lo consiguió cuando, justo al pronunciar esta palabra, algunas de las bombillas del salón así como las de un pasillo contiguo al mismo, se empezaron a encender y a apagar, en una secuencia uniforme, hasta que cada una de ellas, alcanzando una luminosidad impropia de su potencia, estallaban de forma sucesiva. Y aún más lo consiguió cuando pudimos percibir el reflejo que generaban estas luces en una pequeña corriente de agua que, de forma ordenada, como si de un río por su pequeño cauce se tratara, procedía de la cocina, y se acercaba al salón, pausadamente, de forma similar a una colada de lava.
Lucía se levantó, armada de una determinación que a mi me pareció sobrehumana, transitó entre un armario que se movía y unas bombillas que explotaban, alcanzó la cocina y cerró un grifo que nadie había abierto y quitó el tapón a un fregadero que nadie había puesto, para que el agua rebosante dejara de caer al suelo.
Entre tanto, el vaso bailaba sobre el tablero al son de las bombillas, y con la misma quietud que antes, formó su siguiente frase: «Alguien me molesta». En ese mismo momento, se abalanzó sobre el regazo de Teo, que, como un resorte, movido por una razón que nunca pudo explicar, se levantó de un salto, y corrió hacia la puerta de la calle. No la pudo alcanzar. A la altura de la pequeña escalinata que daba acceso al salón, su pierna derecha quedó atrapada y él hacía gestos intentando desasirse, tirando de ella con fuerza, hasta que se liberó cayendo al suelo por la propia inercia de su esfuerzo. El miedo nos atenazó al entender que algo o alguien lo había agarrado de la pierna, y al comprobar que ese algo o alguien no era visible.
Javier se levantó y corrió hacia la calle en busca de ayuda. Al instante apareció su madre, pues vivía en la casa de al lado y se hizo cargo de la situación. Nos preguntó qué había ocurrido, y tras darle respuestas atolondradas e incoherentes, nos recriminó nuestra actitud haciéndonos ver que nuestra propia autosugestión nos podía haber hecho saltar por una ventana, como le ocurrió a Teo. Nos hizo permanecer a todos sentados durante más de una hora, hasta que ella consideró que el espíritu estaba apaciguado.
No sabíamos qué hacer, ni qué decir. Todos los efectos que la bebida y demás elementos psicotrópicos habían generado en nosotros habían desaparecido de golpe. Durante aquel rato, la madre de mis amigos nos pidió que no habláramos, que no hiciéramos gestos. Con la mirada casi podíamos intuir que nos pedía que no pensáramos.
No hacía falta que nos lo pidiera. Nuestro estado de shock impedía que nos atreviéramos siquiera a parpadear, mientras nuestra mente se preguntaba de forma repetitiva, sin capacidad de entendimiento: «¿qué coño ha pasado?».
Cuando ella consideró oportuno, se acercó a la mesa, puso el vaso en su lugar inicial sobre la güija, colocó las manos en forma de cuenco invertido sobre el mismo, y empezó a murmurar algo que para nosotros era ininteligible. Todos la mirábamos con una mezcla de expectación, recelo y miedo, pero nadie dijo nada.
Al cabo de un momento, que se nos hizo eterno, levantó la vista y nos dijo que estábamos solos. Sentí alivio como no lo había sentido en mi vida.
Tras eso, abandonamos la casa en silencio, sosegadamente, como corderillos, dejando atrás una experiencia que me impidió dormir esa y muchas noches más.
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Estuvimos tres días sin vernos. La primera vez que nos vimos tras aquello, no abordamos la conversación hasta casi el final. Tuvimos la sensación, confesada posteriormente, de que, si volvíamos a hablar de ello, crearíamos el ambiente propicio para que se volviera a repetir, invocando de nuevo a cualquier espíritu errante. Por eso todos dudábamos. Pero sabíamos que habíamos vivido una experiencia inigualable, que rememoro esporádicamente cuando, todavía a día de hoy, camino por la misma calle en que está aquella casa, y sigo pudiendo observar cierta luminiscencia a través de sus ventanas, variable en intensidad, cuando no hay nadie en ella.